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Michael Jordan no tenía respeto por nadie cuando estaba en una cancha. Ganar era lo único que importaba. Siempre iba a hacer todo lo posible para lograrlo, aún si tuviese que dejar el alma, las piernas y la sangre dentro del cuadrilátero. Además, era un animal competitivo al que le encantaba demostrar su supremacía frente al resto. 

En cualquier cancha encontraba un motivo diferente para motivarse y en los pasillos de la liga se sabía que jamás era una buena idea hacer algo para provocarlo. Insultarlo, rebajarlo o incluso no saludarlo era razón suficiente para que el 23 se prenda fuego, incendiando aros y quemando rivales en el proceso.

Eso ocurrió en un juego en Salt Lake City, cuando los Bulls visitaron a los Jazz, su archienemigo de esa época. En una acción, Utah emparejó a John Stockton con el escolta, quien aprovechó la situación recibiendo y volcándola sin necesidad de picar el balón. Obviamente, el base de apenas 1.85 metros no tenía forma de frenarlo y luego del punto el de Brooklyn recibió un insulto desde la tribuna.

No era un fanático, tampoco un jugador, sino el dueño del equipo local, Larry Miller. "¡Elegí uno de tu mismo tamaño!", se escuchó a lo lejos. Michael tomó el comentario y luego hizo lo mejor sabía, humillar a sus detractores. 

En la próxima chance que tuvo fue y se la volcó con su característica apertura de piernas a Mel Turpin, un pivote de los Jazz que medía, ¡2.11! Lengua afuera, mirada furiosa y boca rabiosa, Jordan estaba en estado de transe y otra vez el mundo entendió que lo peor que podías hacer cuando lo tenías enfrente era insultarlo o criticarlo. 

Brazos abiertos, un poco más tranquilo y mientras regresaba al campo defensivo se dio vuelta, miró al dueño y esbozó: "¿Es ese jugador lo suficientemente grande?".  

Ignacio Miranda/ [email protected]
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