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Carlos Boozer destapó un oscuro capítulo de su infancia en su reciente autobiografía "Cada Disparo Cuenta: Una Memoria de Resiliencia". En su libro, explora una experiencia impactante que moldeó su vida y su camino desde las calles de Washington, D.C. hasta llegar a la gloria de la NBA, donde se desempeñó como un jugador sólido y respetado durante varios años.

La historia remonta a Boozer y su amigo Chris, dos jóvenes enérgicos que crecieron en los barrios marginales de Washington, D.C. en la década de los 80. Su pasión compartida por el baloncesto los unió, forjando una amistad inseparable, pasando sus días entre partidos en las canchas locales y viendo juegos de la NBA en televisión.

Sin embargo, un fatídico suceso cambió el rumbo de sus vidas. Durante un partido callejero, un niño mayor, miembro de una pandilla, disparó a Chris tras un alarde de habilidad en la cancha. El trágico desenlace dejó a Boozer con su amigo fallecido en sus brazos, un momento que marcaría su existencia y atormentaría a su familia durante años. "Murió en mis brazos", escribió Boozer.

La devastadora pérdida de Chris llevó a la familia Boozer a huir de la peligrosidad de las calles de D.C. Embarcándose en una travesía que los llevó a recorrer más de 4.000 kilómetros hacia Alaska, dejaron atrás el conflicto y el terror, adentrándose en paisajes inexplorados.

En Alaska, Boozer creció, destacándose como una sensación del baloncesto en el instituto de Juneau. Esta trayectoria lo llevó a una destacada carrera universitaria en la Universidad de Duke bajo el entrenador Mike Krzyzewski, un paso crucial que lo catapultaría hacia una exitosa carrera en la NBA.