Se fue uno de los grandes: Kobe Bryant, el obsesivo del entrenamiento
17:57 26/01/2020 | El de Los Angeles Lakers siempre tuvo dos caras. Fuera de la cancha era relajado, pero dentro de ella era un asesino. A continuación su perfil.
El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde es una novela escrita por el célebre Robert Louis Stevenson. El cuento habla de un abogado que curiosamente comienza a investigar la relación entre su viejo amigo, Henry Jekyll, y el misántropo Edward Hyde. Henry era un médico que siempre se preguntaba si los humanos tenían dos personalidades. Su curiosidad fue tal que finalmente decidió crear una poción mágica, cuya fórmula consistía en separar la mitad buena de la mala para quedarse con esta última.
Como el papel de este ficticio doctor en el relato de Stevenson, Kobe Bryant convivió con dos identidades durante toda su carrera. Fuera de la cancha era calmado, relajado y nada lo molestaba, pero cuando entraba al partido todo cambiaba y su personaje se transformaba. Era asesino, era malévolo, era maquiavélico. Nadie podía frenarlo en su periplo hacia el aro y las faltas siempre fueron la única manera de mitigar su fuego.
El de Los Angeles Lakers bebía todos los partidos de la misma poción que el doctor Jekyll, no soportaba perder y hacía todo lo que estaba en sus manos (y mucho más) para ganar. Kobe Bryant salía a matar, era un criminal capaz de cometer cualquier atrocidad gracias a una mecánica de lanzamiento cuasi perfecta, una mentalidad inquebrantable y una obsesión por el entrenamiento llevada hasta el extremo.
Al igual que el señor Hyde, la mamba negra era un asesino desmedido, un sociópata al que poco le importaba causar daño a sus contrincantes. Los porcentajes históricos de tiros de campo (44,7%), puntos (25,0) y triples (32,9) le permitieron aniquilar a quienes se le pusieran en frente, anotando a mansalva sin importar las marcas, que a veces eran dobles, y en ocasiones triples y hasta cuádruples.
Su obsesión por la perfección se convirtió en una erotomanía. Era el primero en llegar al gimnasio y el último en irse. A veces, incluso, nunca se iba. Así fue en el 2013, cuando tuvo un partido para el olvido y decidió quedarse a lanzar en una cancha secundaria del Staples Center. Era un maestro que educaba con el ejemplo, un maníaco que no conocía otra forma de alcanzar el éxito que entrenando hasta el hartazgo. De noche, de día o de madrugada, Bryant siempre estaba con un balón en sus manos, superando los propios límites a base de repeticiones.
A diferencia de Hyde, la leyenda de Kobe era conocida por todos y trascendía continentes enteros. Desde China, Australia o Japón los fanáticos se morían por verlo en acción. Su fama alcanzó rincones nunca antes frecuentados. Todos sabían quién era y, hasta el día de hoy, es recordado por sus bestialidades dentro de una cancha de baloncesto. Sus tiros en suspensión, las penetraciones a aro pasado y los múltiples amagues antes de lanzar enamoraron a generaciones enteras, a camadas que comenzaron a practicar baloncesto tras verlo jugar.
El afamado actor de Stevenson no podía soportar la dicotomía de sus personalidades y creía que lo mejor era sepultar al señor Hyde para siempre. Sin embargo, la decisión ya no era suya. Había despertado un monstruo que no tenía intenciones de ser enterrado y que cada vez que se levantaba aparecía sin ser llamado. Cansado del descontrol, el doctor Jekyll llegó a la conclusión de poner fin a su vida y a la célebre historia.
Sin embargo, el epílogo del ex jugador de los Lakers no fue así. El número 24 abrazó su lado oscuro y lo usó en su propio beneficio para transformarse en un asesino a sueldo, en la pesadilla de todos los rivales, en el mandamás de un equipo que en su periplo tocó el cielo con las manos.
Cinco anillos de campeonato, un trofeo de jugador más valioso en la temporada regular, otros dos en las finales de la liga y 18 nominaciones para el partido de las estrellas fueron sus logros principales, pero su legado va mucho más allá de eso. Lo que verdaderamente perdurará en la eternidad es su ética de trabajo y la obsesión por el entrenamiento, aquella que le permitió mantenerse en el Olimpo del baloncesto durante 20 años.
Hoy este señor nos dejó, pero todos saben que él siempre estará presente en aquellos niños que simulan ser él, con el cubo de basura en la esquina, la pelota en sus manos y cinco segundos en el reloj. 5,4,3,2,1… Nadie sabe el desenlace, pero la mayoría lo presagia. El balón sólo hará la suave melodía del “chas” y el de Philadelphia empuñará sus manos para celebrar. La epopeya sigue creciendo, los relatos se pasan de voz en voz y su efigie continúa estampándose en la memoria de cada chico que empieza a practicar este deporte. “Porque nunca habrá otro Kobe Bryant“. Por siempre y para siempre.
Ignacio Miranda/ [email protected]
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