Manu Ginóbili, la palomita y una venganza que sirvió en el plato más dulce
18:44 15/08/2024 | Dos años después de un dolor interminable como fue la final de Indianápolis, el bahiense y Argentina se tomaron una revancha que les permitió cerrar una herida profunda.
El 8 de septiembre del 2002 es una fecha marcada a fuego para la Generación Dorada. Aquella derrota en suplementario y con polémica ante Yugoslavia aún antes de los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 dolía. Y fue un guiño del destino si se quiere cuando se sortearon los grupos y el debut deparó el cruce ante Serbia y Montenegro.
Desde ese momento, aunque sea en algún punto lejano de sus mentes, los jugadores y Rubén Magnano anotaron ese 15 de agosto en el calendario. Esa chance de tomarse revancha, una venganza que podía darles un impulso para lo que se venía en busca de ese objetivo de medalla olímpica del que tanto se hablaba en el equipo argentino.
Y la tensión se vio desde el saludo inicial hasta el salto, donde la seriedad y hasta la mirada de los argentinos denotaba esa concentración de cualquier persona que está enfocada en algo que quiere demasiado. A pesar de que Argentina tuvo el dominio de la primera mitad, el nivel de los balcánicos no permitió pasar sin sobresaltos el juego.
Como un déjà vu, los serbios regresaron de una desventaja de hasta 15 puntos una vez más con el grinch balcánico, ese Dejan Bodiroga que era el gran villano desde Indianápolis, y hasta logró que su equipo pasara al frente en el marcador. Pero, a diferencia del 2002, no contaron con que Argentina tenía a una verdadera figura que en aquella final no pudo aparecer.
Ese maldito tobillo no permitió que Manu Ginóbili pudiera estar en su máximo esplendor. Los 12 minutos en una pierna, demostrando un compromiso inquebrantable con la camiseta, fueron insuficientes, pero en ese 2004 quería sacarse algo de su interior.
El dolor, la bronca, como quiera llamarle, le dio el motor a un bahiense que en el último cuarto cambió su mirada y se puso la capa de héroe, primero para sostener en juego a Argentina y después para mantenerla con esperanzas en los últimos segundos.
Y hasta después de aquel libre de Dejan Tomasevic no perdió la fe, corriendo para adelante con el solo objetivo de ser opción de pase y tomar el balón.
Cosas del destino, o de la visión y pensamiento de un base, Ale Montecchia en una fracción de segundo decidió no tirar una plegaria de mitad de cancha y encontró el ángulo perfecto para que su amigo de la infancia recibiera el balón y con un tiro sumamente incómodo y en el último segundo convirtiera el doble que le dio el triunfo y el desahogo a un equipo albiceleste que necesitaba sacarse eso del pecho para poder seguir adelante en busca de esa medalla que tanto soñaba.
Esa montaña que se formó encima de Ginóbili fue el apoyo de todo el pueblo argentino que estaba detrás de aquel equipo. Un país que se había ilusionado con un deporte que no era el futbol, que tantas decepciones se había llevado en ese 2002 y que tanto se había ilusionado días después con 12 jugadores que iban detrás de una pelota naranja a cumplir sus sueños. Del otro lado, un Rubén Magnano que se salió del molde por completo de lo que era ese cordobés respetuoso de las formas y que dio una vuelta olímpica que seguramente en su inconsciente había ensayado desde aquel partido en Indianápolis.
Un Manu Ginóbili que empezó a escribir su mito y leyenda en la tierra de los dioses. Ese bahiense que fue la punta de la espada para derrotar a la hydra de tres cabezas que significaba Serbia y Montenegro.
Un puntapié inicial ideal, que le dio el aire y la confianza ante todo a una Argentina que llegaba con muchas dudas y que las dejó de lado frente a su gran verdugo. Desde allí el camino no fue de rosas, todo lo contrario, pero permitió demostrarse a sí mismos que no había más dolor y que, como se dice usualmente, de toda derrota se aprende.
Alejandro Malky / [email protected]
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