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La historia de León

La generosidad de León: Najnudel en la palabra de Marcelo Nogueira

17:35 21/04/2018 | A días de que se cumplan 20 años de su fallecimiento (22 de abril), recordamos una serie de notas realizadas por personajes cercanos a León publicadas por Básquet Plus revista.

Recordamos una zaga de informes especiales sobre la vida de León Najnudel, a días de que se cumplan 20 años de su fallecimiento, ocurrido el 22 de abril de 1998. Fueron publicados por Básquet Plus revista en el año 2008, cuando se cumplieron los primeros 10 años de su muerte. Cada una estuvo escrita por un periodista distinto. Creemos que la mejor forma de homenajear a León es así, a partir de la pluma de gente que estuvo muy cerca de él y que, como nadie, podrán darle a usted un panorama diferente de un tipo excepcional. En este caso, lo recuerda Marcelo Nogueira, otro nombre importantísimo de nuestro básquet.

 

Each one, teach one, algo así como “cada uno enseña a uno”, es la frase que no tiene autor conocido pero que sobrevuela en el ambiente de los playgrounds, en todos los rincones de Estados Unidos. Por eso los jugadores que llegan a la NBA luego regresan a las canchas descubiertas de las calles para jugar con los jóvenes que recién empiezan y en ellos depositar sus experiencias, para que de generación en generación no se pierda la cultura basquetbolera. Eso es generosidad.

Generoso, muy, fue León. Y de eso se trata la nota. El Ruso repetía que de nada servía que él tuviera material didáctico, que por entonces llegaba poco a nuestro país, si no podía compartirlo con otras personas. Así era que se armaban encuentros, generalmente en su oficina de Ferro, para ver partidos que recibía desde Estados Unidos, para releer artículos de revistas o buscar jugadores históricos en las primeras guías de la NBA, allá por los primeros años de la década del 80. Y de la oficina el juego se abría al estadio Héctor Etchart, en donde colgaba una sábana blanca para proyectar en cinta Súper 8 algún partido de Philadelphia 76ers, que le mandaba el bahiense Jorge Severini. Ahí ví por primera vez a Julius Erving, el ya por entonces famoso Doctor J. del peinado afro.

Además, otra frase muy escuchada de parte de sus amigos, era la siguiente: “León te abre las puertas de Estados Unidos”. Y varios lo habían vivido en carne propia. Por ejemplo los entrenadores Horacio Seguí, Chicho Porta y Eduardo Armer, quienes no pudieron resistirse a tanta insistencia de parte del Ruso para que lo acompañasen a uno de sus tantos viajes por las universidades, que incluyó visita a los entrenamientos de Indiana en tiempos de Bobby Knight. Más tarde le tocó el turno a otros jóvenes directores técnicos, Julio Lamas y a Alejandro Pepiche, antes del Mundial 90, que llevados por León vieron por primera vez en vivo y en directo los lugares en los que había empezado la historia. Ellos también usaron la llave de León, la que abría las puertas de Estados Unidos.

León viajó siempre por el mundo para adquirir conocimientos. En tiempos de vacas flacas o de vacas gordas, con la plata justa o con resto, por su cuenta o bancado por el club de turno que lo contrataba. A él le gustaba elegir los extranjeros y viajar, claro. Entonces, en los contratos, cada vez que podía, exigía que el club lo tenía que mandar a Estados Unidos una vez por año. Así lo hizo en Ferro, Sport Club Cañadense y San Andrés, de los que recuerdo. Esos viajes de “capacitación” le sumaban contactos importantes, cada vez más. No desaprovechaba un minuto en cuestiones “turísticas”, eran viajes de básquet 24 por 24 horas. Cuenta Lamas que mientras caminaban por New York pasaron por el edificio Dakota, ahí en la calle 72, el lugar donde Mark David Chapman mató a John Lennon, en diciembre del 80, una parada obligada para curiosear el lugar del asesinato. Pero ellos siguieron. Luego le pidió a León cruzar al Central Park. “¿Nunca viste una plaza? Sigamos que llegamos tarde al partido”, ordenó sin perder el paso.

En mi caso esperaba con ansiedad tener la oportunidad de vivir una experiencia con León en la cuna del básquetbol. De su generosidad ya había recibido un millón de muestras, además de contar con una distinguida amistad que me permitía con algo de descaro juvenil discutir sobre cuestiones tácticas, capacidades de jugadores, historia, organización hasta cualquier hora, a cualquier hora, en todo momento. Recibir cuatro, cinco, seis o más llamadas por teléfono de León por día era algo habitual. Para hablar de básquet, preguntar por novedades, los resultados de algún partido o compartir una idea.

Casi de casualidad me tocó usar “la llave” de León, esa que abría puertas en cualquier parte. Eran tiempos de Sólo Básquet, en los que hacíamos un gran esfuerzo entre los integrantes de la redacción para realizar distintas coberturas. Me tocó la aventura de seguir la frustrada experiencia de Pichi Campana en New Jersey Nets, que continuaría con la cobertura del Mundial Juvenil 91, en Edmonton, Canadá, todo durante la segunda quincena de julio de ese año. León, justamente por esos días, se encontraba en New York, parando en la casa de Alberto Mosquera (actual director de la revista de Fox Sports), que vivía en Jackson Eights, barrio de Queens’s, y había sido entrenador de minibásquet del club Buchardo. Para él, León era “un prócer”. “Cuando estás en Detroit me llamás a lo de Beto”, me dijo.

Pichi no pasó el corte en el primer campamento de New Jersey, así que no viajó con el resto del equipo a Auburn Hills, en Detroit, para jugar una Liga de Verano que contaría con la participación de los Pistons, Nets, Indiana Pacers y Washington Bullets (ahora Wizards). Quedó relegado después de cuatro entrenamientos que se realizaron entre el Arnold Imperatore Center y el estadio de la universidad de Fairleigh Dickinson, en la localidad de Teaneck, en las afueras de New Jersey.

El cordobés recibió la comunicación de que se quedaba afuera el miércoles 17 de julio. Yo había partido desde Buenos Aires con rumbo a Detroit el martes 16, por la noche. Cuando llegué a Auburn Hill, tras recorrer 67 millas en taxi desde el aeropuerto de Detroit, no encontré a Pichi entre los jugadores (estaba Drazen Petrovic, por ejemplo) que tenían que hacer el check-in en el hotel. Bill Fitch, el entrenador, me explicó que tenían muchos en ese puesto pero que Campana merecía otra oportunidad.

Frustrado, corrido el foco de la cobertura, me quedaba mandar a Sólo Básquet el informe sobre la situación de Campana y una entrevista a Chuck Daly, quien venía de ganar con Detroit el título de la NBA y había sido designado como entrenador del seleccionado de Estados Unidos para los Juegos Olímpicos de Barcelona 92. Sí, el Dream Team I. 

Ahí en Auburn Hills, una ciudad abierta, me alojé en un hotel de la cadena Fairfield, a 29 dólares la noche (no había para más), con desayuno sólo posible si tenías dos monedas de 25 centavos de dólar y te sacabas un café de la máquina que había en la planta baja. Pensaba de paso vivir la experiencia de ver una Liga de Verano de equipos NBA, parte de la preparación para los novatos antes de la temporada. Ya estaba en Estados Unidos, tenía que hacer tiempo hasta conectar un vuelo a Edmonton marcado en mi ruta recién para diez días después, antes de empezar el Mundial en donde brillaron Gabriel Cocha, Alejandro Montecchia, Jorge Racca, Rubén Wolkowyski y Gabriel Díaz, entre otros. Pero me había olvidado de un detalle: llamarlo a León.

“No me llamaste. ¿Qué hacés todavía ahí, si Pichi no está? Venite para New York, venite a la casa de Beto, vamos a ver partidos por acá”. Me despertó el llamado de León. No sé de dónde sacó el número de teléfono de ese hotelucho. Le expliqué que no tenía pasaje para New York, que mi combinación pasaba por Chicago, que pensaba mirar la Liga de Verano. A la tarde, otra vez: “¿Seguís todavía ahí? ¿No cambiaste el pasaje? Venite para acá. Bajás en el aeropuerto de La Guardia, te tomás un taxi, te sale 13 dólares hasta Queen’s. Yo te espero en la puerta”. No se le podía decir que no. Cambié la combinación del pasaje, me bajé en el aeropuerto doméstico (generalmente) de La Guardia, me tomé un taxi, me dio bronca que me saliera 13 dólares (como me había anticipado) y en la puerta del edificio del departamento en donde vivía Beto, su hermano, un amigo del hermano, ahí me esperó León. “Ves, tengo la llave”. Sí, la llave que abría el reducido departamento de Mosquera y la que te permitía entrar a un mundo desconocido para mí.

León armó el itinerario de los próximos días, a su manera y estilo: 100% básquet. “Vamos a ir a los playgrounds, al Harlem, a alguno de Orange, en New Jersey, voy a tratar que me armen un partido entre jugadores libres. ¿Querés conococer a Lou Carnesecca? Es muy amigo, te llevo a la universidad de St. John’s, vamos en subte un tramo y luego en bondi”. Vamos por partes, León…

 

Empezamos por el viejo Lou

-Vos haceme caso. No digas negro, que es muy parecido a nigger. Manejate tranquilo, si querés decí grone. No tengamos problemas en estos barrios.

-Pero, León, vamos a viajar en el subte que empujan a la gente como sucede en las películas.

-Soy local acá, je. Se ponen las monedas, igual que Argentina, pasamos y esperamos el subte que nos lleva a Jamaica, en donde está la universidad. Poné la espalda contra la pared y cuando llega nos subimos.

León ya había acordado por teléfono que Carnesecca lo esperaría en su oficina para charlar un rato… de básquet. En ese momento del año se vivía plena etapa de reclutamiento de jugadores de escuelas secundarias. En eso estaban los asistentes del mítico entrenador neoyorquino (24 años en el mismo cargo, 526 triunfos-200 derrotas y ningún título NCAA), que había formado a Chris Mullin, Walter Berry y Mark Jackson entre los más famosos que luego llegaron a la NBA. 

El viejo Lou y León se abrazaron, me presentó, nos regalaron las remeras oficiales de la universidad y meta charla. “Preguntale lo que quieras a Lou, él te contesta todo”. Carnesecca nos contó que uno de sus asistentes trataba de convencer a la abuela de un chico que a ellos les interesaba que la mejor opción era St.John’s. ¿Por qué a la abuela?, pregunté. “Porque muchos chicos del Bronx no conocen a su padre, tal vez su madre es prostituta y les dedica poco tiempo, entonces la referencia familiar es la abuela. Y se hace lo que ella dice”. El área de reclutamiento de St. Johns´s era Bronx y Harlem, los barrios más duros de NY. Y la “seducción” del reclutamiento no tiene límites. Con el guiño del Ruso aproveché para preguntarle por Joe Hammond, una estrella de la Rucker Pro League, el playground madre del Harlem, un virtuoso de vida tan particular que hasta tuvo película propia, mito alimentado tanto por su talento para jugar sobre el cemento como por su adicción a las drogas. Fue rival de Julius Erving

en esos partidos inolvidables que forjaron la frase de nuestro comienzo: each one, teach one. “Cuando yo estaba en los Nets (se refiere a New York Nets, en la ABA, liga que competía con la NBA en los 70) le ofrecí 30.000, 40.000 y 45.000 dólares por tres años de contrato y me dijo que ganaba más dinero en las calles”.  Dejamos a Lou en St. John’s y regresamos a Brooklyn con la promesa de León de cocinar pollo al horno con papas…

 

Seguimos en el Harlem…

“Vamos a ver una liguita de verano en el City College, cerca de Harlem”, me dijo. “Vamos”, dije. Estaba seguro, no me asustaba el Harlem mientras estuviera con “la llave” de León.

El taxista nos miró desconfiado cuando se le indicó la dirección, en lo profundo de Manhattan. El City College de New York (CCNY) queda en la 138 y Covent Avenue, en territorio dominado por la raza negra, puertorriqueños y cubanos disidentes. Fue la primera universidad pública, conocida como la universidad del Harlem. Y su gimnasio lleva el nombre de Nat Holman, un base blanco que brilló en los comienzos de nuestro deporte, líder en su puesto, integrante de los Original Celtics, conocido como Mr. Basketball, luego entrenador. Ya en esa zona, en ese ambiente, no se habla el inglés estadounidense, ahí se habla el slang, algo así como nuestro lunfardo. Descubrí en ese momento que León, porteño de Villa Crespo, entre otras cosas, tenía gran aceptación en esos ambientes porque él hablaba el slang. Era uno más del barrio.

En ese viejo gimnasio, que fue albergue de la primer final de la NCAA cuando era nuevo, en la cancha mostraba sus destrezas Mark Jackson, nacido en el barrio de Queens, hijo de madre dominicana y padre afroamericano, formado en St. John’s como dijimos e ídolo por entonces de New York Knicks. Sí, Jackson, acompañado de otros tantos que estaban a años luz de sus habilidades pero que buscaban un trabajo para la próxima temporada frente a nuestros ojos y de otros varios entrenadores de distintos países que llegaban con la misión de encontrar un par de refuerzos para sus equipos.

En el primer medio tiempo de un partido, nueve jugadores corrieron hacia el banco para descansar, mientras que Jackson cruzó la cancha, gritó “Liiiiooonnnn” y lo abrazó al Ruso. Me quedé helado. Pasó el momento, lo miré al Ruso y me dijo: “¿Qué querés, que te salude a vos? Lo conozco de pibito, cuando Lou lo reclutó”.

Salimos del Nat Holman Gymnasium y nos fuimos, ahora sí, al corazón del Harlem, al Rucker Park, en la calle 155 y 8va., donde se encuentra el Holcombe Rucker Basketball Courts. Esa se convirtió en una visita “turística” para pisar las baldosas por donde hicieron sus diabluras “The Destroyer” Hammond, “La Cabra” Manigault, el Doctor J, Kareem Abdul-Jabbar cuando era Lew Alcindor, y también Harthorne Wingo, quien llegó a integrar el equipo campeón de los Knicks ‘73 y luego fue dirigido por León en Ferro Carril Oeste.

 

Ultima parada, Orange… 

A León le gustaba caminar de punta a punta la ciudad de New York. Entonces arrancamos por la mañana, Central Park a full, una parada para comer pizza al mostrador (“más toraba”, decía) y anclar un par de horas en el taller de Carlos Tapia, un ex jugador de GEBA y Racing Club, en los 70, que se había radicado en la ciudad y trabajaba como joyero para Tiffany. El, en su auto, luego de la jornada laboral, nos llevaría a ver un partido a la Ron Nelinson Pro League, una canchita de cemento, rodeada de libustrina y alambrado, justo enfrente del Orange Middle School, en New Jersey.

El ingreso a la cancha fue memorable. Agachamos la cabeza para eludir los arbustos y al tercer paso el relator del partido, un negrazo ropero que hablaba por micrófono alimentado por la electricidad de una batería de camión, gritó “ahí viene Liiiooonnn, el dueño de la liga argentina…”. Se paró el partido, los jugadores dejaron de jugar y nos miraron sin saber quiénes éramos, León, Tapia y yo, mientras los que estaban sentados en los tres escalones de madera de las tribunitas nos abrían un espacio.

-¿Y a éste de dónde lo conoce?, le pregunté.

- Qué sé yo.

Otro playground, una cara poco difundida del básquetbol callejero estadounidense antes de algunas películas. Ahí vimos a Herb Blunt, un ex San Andrés, mezclado con Rod Strickland, nacido en el Bronx, que jugaba en San Antonio Spurs, a Kevin Monroe, de pasado en Santa Paula de Gálvez y a tantísimos desconocidos, que alimentaban la tradición del “each one, teach one”. Como hizo León conmigo, gracias a su generosidad, la de abrirme con su “llave” las puertas del mundo.

 

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