El periodista Wright Thompson, de ESPN The Magazine, escribió esta fabulosa historia sobre el que, para muchos, es el más grande de todos los tiempos. Aquí, transcribimos la nota completa.
Cinco semanas antes de su 50º cumpleaños, Michael Jordan está sentado detrás de su escritorio, mirando hacia el estacionamiento en el centro de Charlotte. El celular que tiene enfrente vibra con potenciales trades y propuestas de la Liga de colocar publicidad en las camisetas. Un rival quiere a sus mejores jugadores y quiere darle a cambio nada. Jordan se enfurece. Sostiene un cigarro cubano en su mano. Está permitido fumar. “Mierda, como si fuera el dueño del edificio”, dice, mientras se ríe.
De vuelta en la oficina luego de unas vacaciones en un yate de 45 metros llamado “Señor Terrible”, siente ese relajamiento huyendo. Siente que lo jalan hacia adentro, hacia su más valorada y destructiva característica. El enojo corre por su mente, devorándolo: el peor récord de la historia, no poder armar un equipo, ser dueño ausente. Jordan lee las cosas que se escriben sobre él, a partir de un dossier que le arma su staff. El sabe lo que la gente dice. Necesita saberlo, es una aguja para su hambrienta vena. Hay una permanente sensación de estallido cuando uno está alrededor de Jordan, como si Air Jordan estuviera allí, agitándose, tratando de escapar. Debe ser extraño estar atrapado en un combate con el fantasma de sí mismo.
El humo del cigarro hace un rulo. Jordan luce pantalones y una chomba blanca, con un monograma en una manga en blanco, sencillo. Una insignia cuelga de uno de esos cordones con gancho, con su nombre en el fondo: Michael Jordan, para el caso de que alguien no reconozca al dueño de una franquicia en aprietos, quien en otra vida fue un totem para una generación. Genera escalofríos en cada niño de los ’80 o de los ’90 que hacen las cuentas y asumen que Michael Jordan está cumpliendo 50. ¿Hacia dónde fueron los años? Jordan tiene problemas creyéndolo, difícilmente asumiéndolo él mismo. Pero hoy está con humor para admisiones, y hay una imagen en su rostro, una media sonrisa, mientras considera hasta dónde irá. “Yo...yo siempre pensé que iba a morir joven”, dice, mientras se inclina para golpetear sus nudillos contra la cara y oscura madera de su escritorio.
Mantuvo esto en secreto para la mayoría de la gente. Su obsesiín fatalista no coincide con su imagen pública y, bueno, es una rareza. Su madre se debe haber enojado con él cuando se lo dijo. Es que él nunca pudo imaginarse siendo viejo. Parecía demasiado poderoso, demasiado joven, y la muerte era algo parecido a un lento declive. El Universo podía tenerlo a él, pero no permitiría que sufriera la decadencia de la edad. Una tragedia podía desarmarlo, pero nunca algo tan común como dolor en las rodillas o la pérdida de la visión. Más tarde, esa noche, parado en su cocina, echó una mirada al televisor en su loft. Su amigo Quinn Buckner lo castigó.
“Vas a necesitar unos anteojos”, dijo Buckner.
“Puedo ver”, dice Jordan.
“No me jodas”, dijo Buckner. “Puedo ver que estás en apuros al respecto”.
“Puedo ver”, insiste Jordan.
El televisor está construido dentro de una moderna chimenea de piedra en su casa del centro. Las ventanas permiten ver hacia Tryon Street. Una botella abierta de un merlot Pahlmeyer está sobre la mesa. Buckner, un ex base NBA de los alrededores de Chicago, comentarista ahora de los Pacers, está en la ciudad por un partido. Han estado hablando, acerca del cumpleaños de Jordan y de los cambios de la vida. Todo parece haber ocurrido al mismo tiempo. Jordan se siente en transición. Desarmó su casa de Chicago y se está mudando a una nueva en Florida en tres semanas. Está en pareja. En su interior, está negociando con el costo de sus propias urgencias, preguntándose cosas muy difíciles. ¿A qué le está diciendo adiós? ¿Qué hay adelante como para encarar?
Agarrar a un Jordan introspectivo es como encontrar un búho con manchas, pero ahí está él, mirando hacia adentro. Su novia, Ivette Prieto, y su amiga Laura se ríen cerca en la cocina. Jordan disfruta su cigarro.
“Escucha”, dice Buckner. “El tiempo de ser padre no está perdido todavía”.
La idea está en el aire.
“Demonios”, continúa Buckner. “Cincuenta”. Y sacude su cabeza.
“¿Lo puedes creer?”, dice Jordan con tranquilidad. Y suena como que se lo está diciendo a él mismo.
Un día antes, Jordan voló desde Chicago a Charlotte, un viaje que ha hecho muchas veces. El viaje fue distinto a otros. Cuando su Gulfstream IV, que está pintado para que luzca como una zapatilla, despegó y viró hacia el Sur, fue dejar de vivir en la ciudad donde se había mudado en 1984. Los últimos meses se consumieron empacando, metiendo la mitad de su vida en cajas. Jordan sintió muchas emociones en sus 50 años: esperanza y enojo, desilusión, alegría y desesperanza. Pero últimamente ha estado sintiendo algo que hubiese disgutado a su propia versión de los 30 años: nostalgia.
El empacar y catalogar empezó varios años atrás, después de su divorcio. Una noche, en su mansión suburbana de Chicago, se sentó en el piso de su armario con Estee Portnoy. Ella maneja sus negocios y, desde el divorcio, mucho también de su vida personal. Es su Consigliere. Era la 1 de la mañana. Estaban desconcertados por la clave del closet. Jordan no lo había abierto en años, y no podía recordar la combinación. Todo lo demás dejó de importarle y esto lo consumió. Después de 10 intentos fallidos, la cerradura se bloquearía y necesitarían volarla para abrirla. Ninguno de los números usuales funcionó. Nueve combinaciones fallaron. Tenían un intento más. Jordan se concentró. Tenía que ser una mezcla de su cumpleaños, 17 de febrero, con viejos números de camiseta. Marcó entonces seis dígitos: 9, 2, 1, 7, 4, 5. Click. La puerta se abrió y Jordan entró, redescubriendo su medalla de oro de los Juegos Olímpicos de 1984. Ya no era más dorada. Se la veía sin brillo, cambiada. Algo parecido a lo que le ocurría a él mismo.
Las memorias vinieron a él, cómo se sentía en ese entonces. “Era muy puro, si es que puede decirse así”, explicaría luego. “Era puro en 1984. Seguía soñando”. Durante los Juegos Olímpicos, estaba en plenas negociaciones con Nike para su primer contrato de zapatillas. Canjeaba pines con otros atletas. Ocho años después, cuando era la persona más famosa del mundo y el Dream Team fue obligado a alojarse fuera de la Villa Olímpica, estaba muy decepcionado porque esa separación lo mantenía alejado de canjear pines nuevamente.
Jordan vio un par de viejos shorts que ya no le entran. Encontró un par de Air Jordan, primera edición. En su armario de Nike, contó cerca de 5.000 cajas de zapatillas. Algunas marcadas para guardar, otras para regalar a amigos. Estaba su uniforme del Dream Team. Una empleada encontró cartas que le escribió a sus padres cuando era estudiante de la Universidad de North Carolina, y lo que asombró a la chica fue darse cuenta lo normal que parecía esa persona. Más allá de todas las cosas que obtuvo desde esos años, aquella persona se perdió. El niño de las cartas no había sido todavía endurecido por la riqueza, la fama y la presión. Le hablaba a sus padres del estudio, de las prácticas, y de la comida en el hall. Siempre necesitaba dinero. Una carta finalizaba: PD: Por favor manden estampillas.
Por un día y medio, Jordan pensó que había perdido dos de sus anillos de campeón con Chicago. El 3 y el 5. Dio vuelta la casa gritando, “¿Quién robó mis anillos?”; “¿quién robó el número 5?”. “Estamos hablando de un pánico loco de mierda”, dice.
Después de su último título, los Bulls le regalaron una caja en la que podía poner los seis anillos, pero Jordan nunca los puso juntos. Ahora, mientras encontraba cada uno, los ponía en su hueco correspondiente. Empezó a escribir ajustes a su testamento de que si aparecían los anillos a la venta luego de su muerte, debían ser inmediatamente recuperados para su herencia. Comprar una réplica no arreglaba nada, porque aunque no se lo contara a nadie, él lo sabría. Finalmente los anillos perdidos aparecieron en una sala de recuerdos, y el set de seis anillos quedó completo. Podía respirar y seguir empacando.
Descubrió también viejas películas que solía ver con sus niños cuando eran pequeños. Ahora todos están en la Universidad, o ya terminaron. Ropa de calentamiento llena de polvo, junto a botas de béisbol y una colección de bates y guantes. Lo que más lo sorprendía era cómo estaba disfrutando todo esto. “A los 30 me estaba moviendo tan rápido que no tenía tiempo de pensar sobre todo lo que estaba haciendo, todas las cosas que estaba alcanzando. Ahora, cuando voy hacia atrás y encuentro todo esto, me disparan muchos pensamientos: Dios, me olvidé de esto. Así es lo rápido que nos movíamos. Ahora puedo ir más despacio y, por suerte, recordar lo que significaban. Ahí es cuando me doy cuenta que estoy poniéndome viejo”.
Se ríe, sabiendo cómo suena lo que dijo, como un hombre en la crisis de la mitad de la vida, mirando con cariño algo que nunca va a volver.
“Lo valoro. Me gusta rememorar. Lo hago más ahora mirando básquetbol que otra cosa. Hombre, desearía estar jugando ahora. Daría todo en este momento por ir hacia atrás y jugar al básquetbol”.
“¿Cómo reemplazas eso?”, le preguntan.
“No se puede reemplazar. Aprendes a vivir con eso”.
“¿Cómo?”
“Es un proceso”, dice.
Los recuerdos siguen en Charlotte, con Jordan y su mejor amigo, George Koehler, agolpados alrededor de un mapa de un iPad, tratan de encontrar la primera casa que Jordan tuvo en Chicago.
Hay algo de romántico en por qué George está aquí. Cuando Jordan aterrizó por primera vez en Chicago en 1984, salió del aeropuerto O’Hare y se dio cuenta que los Bulls se habían olvidado de mandar a alguien a recogerlo. Todavía era medio campesino, por lo que se puso nervioso. Un joven conductor de limusina lo vio y lo llevó a un paseo. Ese era George, y ha estado con Jordan desde ese momento. Están juntos la mayor parte del tiempo. Jordan confía en Koehler plenamente. Koehler debe tener más teléfonos de atletas famosos agendados en su celular que nadie en el planeta, a partir de que uno de los mejores caminos para encontrar a Jordan es llamar a George.
“¿Qué estás mirando?”, pregunta George, señalando.
“Essex Drive”, dice Jordan, ubicando su antigua calle. “Me acuerdo yendo al McDonald’s y comprando mi primer McRib la primera vez que fui allí”.
Había un gran sótano en ese lugar. Charles Oakley vivía atrás suyo. También otro alero de los Bulls, Rod Higgins, que maneja ahora las operaciones basquetbolísticas de los Bobcats. El sótano tenía una bañera y un pool que podía convertirse en mesa de ping pong. Jugaban por horas, escuchando una y otra vez el primer album de Whitney Houston. El año pasado, Jordan estaba sentado en el banco de Charlotte con Curtis Polk, su abogado y ejecutivo de la franquicia, cuando Polk recibió un mensaje de texto diciéndole que Houston había muerto. Su muerte afectó mucho a Jordan, no porque fuera amigo de Houston, sino porque lo hizo comprender su propia mortalidad. Lo hizo entender la distancia que había entre los 50 y los partidos de ping pong en Essex Drive.
“Ellos tenían varias batallas allí abajo”, dice George, riéndose.
“Yo y Oak”, dice Jordan.
Higgins está con ellos mirando el mapa también.
“Solía matarlo en el pool”, dice Jordan, mirando hacia Rod.
“Tengo una versión diferente”, dice Higgins.
“Matar o morir”, dice Jordan. “Perder es mortal”.
Hay una sombra que nadie nombra en las historias sobre la casa de Essex Drive. James Jordan remodeló el sótano para su hijo. Hizo el trabajo él mismo, porque nunca le permitió a Michael pagar por algo que él podía hacer. El primer invierno, mientras Michael estaba fuera de la ciudad por el All Star Game, la cañería se congeló. Su padre rompió las paredes, reemplazando los caños él mismo, remendando y pintando todo cuando terminó. Estuvo dos semanas arreglando la casa de su hijo. James y Mike. Hacia allí es donde toda la nostalgia se ha dirigido.
Querida Mamá y Pops...por favor manden estampillas.
George Koehler mira el anillo que tiene su dedo. Es del primer campeonato de los Bulls. Jordan le dio réplicas a su familia y amigos más cercanos.
“No sé si alguna vez te conté la historia de por qué uso este anillo”, dice George.
“No”, responde Jordan.
“Le hice una promesa a tu papá”, dice George.
George siempre vivía con miedo a ser robado, por lo que mantuvo el anillo en su casa. James, conocido por todos como Pops, lo apuraba: “¿Dónde está tu anillo? Mi hijo no gastó su dinero para que tengas esa mierda en un cajón.
“Lo puedo escuchar diciendo eso”, dice Jordan, sonriendo.
Pops le dijo a George que si alguien le robaba el anillo, “nosotros te daremos otro”. Jordan repite la palabra “nosotros”.
“Me gusta eso. También era bien de él”, dice Jordan, cargando sus hombros.
“Después de lo que le pasó, uso el anillo”, dice George.
Los recuerdos vuelven. El día que Pops fue asesinado, tenía previsto volar a Chicago. Lo llamó a George la noche anterior para que lo fuera a recoger al aeropuerto. George esperó en el O’Hare, pero Pops nunca salió. Pasó media hora y George llamó a Mama J, su apodo para Doloris Jordan. Espera, le dijo ella. Quizá Pops perdió el avión. Dos o tres horas más tarde, el siguiente vuelo desde Charlotte aterrizó. Pops no salió del avión. George llamó a Mama J otra vez, y ella le dijo que algo debía haber pasado y que Pops llamaría. Pops nunca llamó.
A George se le cierra la garganta y dice: “Puta madre, me hizo llorar”.
George trata de cambiar de tema. El está acostumbrado a los humores de Jordan y sabe que cuando Michael se pone triste, se queda quieto, retraído, se mete para adentro.
“¿Sabés cuántos tiros tuve que hacer para tener este anillo?” bromea George.
“Andá a cagar George”, le contesta Jordan.
Pero el fantasma de Pops está en la habitación ahora. “Nunca se encontró con mi novia”, dice Jordan. “Nunca pudo ver crecer a mis hijos. El murió en 1993. Jasmine tenía un año. Marcus 3 y Jeffrey 5”.
“¿Dónde sentís más la ausencia de tu papá”, le preguntan.
Pasan cinco segundos, luego diez. Se reclina en su silla, se balancea, se le nota la panza por primera vez. El cielo afuera está gris. Frunce la boca, se frota el cuello. De golpe se lo ve más viejo, sus ojos se ponen vidriosos, y aún 20 años después del asesinato de su padre –robándole su Lexus y dos anillos de campeón que le había regalado su hijo-, está claro que Jordan todavía necesita a su papá. Y responde: “Probablamente con él”, dice señalando con su cabeza a George.
En el piso, inclinado sobre una pared, esperando ser colgado, hay un cuadro enmarcado que Jordan trajo desde Chicago. Es un estadio vacío, oscuro y tranquilo, con una brillante luz blanca saliendo de las puertas del túnel. Realmente, esto es sobre manejar las pérdidas: con la edad, con el retiro, con la muerte. En el cuadro, Jordan está caminnando hacia la luz y hay un fantasma caminando a su lado, con una mano en su hombro. Es su padre.
“Las cosas que hacíamos. Podíamos estar toda la noche mirando películas de cowboys. Westerns”, dice.
Jordan todavía las mira obsesivamente, y es fácil imaginar que lo hace para sentir la presencia de su padre. Una de sus empleadas bromea diciendo que prefiere volar en un avión de línea a ir en el Gulfstream de Jordan, porque un pasajero de ese avión está sometido a horas de tiros y enfrentamientos.
“Nombrá un Western”, dice George. “El te va a contar el principio, el medio y el final”. “Los miro todo el tiempo”, dice Jordan. “Miro a Marshall Dillon. Los miro todos”. “Pienso que su Western favorito es mi Western favorito”, dice George. “Vos y yo tenemos tres que realmente nos gustan”, dice Jordan.
“El bandido Josey Wales”, dice George.
“Esa es mi favorita”, dice Jordan.
“Dos mulas...”, empieza George.
“...para la hermana Sara”, termina Jordan.
“La otra que me gusta es Los imperdonables”, dice George.
“A mi padre le encantaba esa”, dice Jordan.
Lo opuesto a esta progresiva nostalgia es la forma en la que Jordan siempre juntó desprecio, inventándolo, nutriéndose de él. Puede ser un impresionante imbécil: egocéntrico, intimidante y cruel. Es la parte fea de su grandeza. Es un asesino, en el sentido darwiniano de la palabra. Huele y ataca la debilidad del otro. Podía mugir como una vaca cuando el obeso general manager de los Bulls, Jerry Krause, se subía al colectivo del equipo. Cuando los Bulls llevaron al lesionable Bill Cartwright, Jordan lo bautizó “Clínica Bill”. Una vez golpeó a Will Purdue en una práctica. También a Steve Kerr, y quién sabe a cuántos más.
Esto empezó de joven. Jordan creía realmente que su padre quería más a su hermano mayor, Larry, de lo que lo quería a él, y solía usar esa inseguridad como motivación.
El se encendía pensando que, si tenía éxito, conseguiría un afecto similar. Su vida entera ha sido sobre demostrarle cosas a la gente que estaba a su lado, a los demás, a sí mismo. Y eso fue muy exitoso y tremendamente poco saludable. Si aquel chico que mandaba cartas de Chapel Hill desapareció, es el apetito por demostrar –a atacar, dominar y ganar-, lo que lo mató. En las muchas biografías que se han escrito sobre Jordan, más notablemente en “Playing for Keeps” (algo así como Jugando para guardar), una palabra muy común para describir a Jordan es Furia. Jordan puede haber dejado de jugar al básquetbol, pero la furia sigue ahí. El fuego se mantiene, y es el que él busca soltar, ya sea en la cancha de golf o en una partida de blackjack, por lo que gasta tanto tiempo y energía en su equipo y por lo que sueña volver a jugar.
Jordan está en su suite del estadio de los Bobcats, justo después del pitazo final de otra derrota, anonadado porque uno de sus jugadores está charlando con un rival. Esta noche se va a sentar en el banco, para enviarle un mensaje que el Jefe está mirando. Suele sentarse ahí, pero ha recibido varios llamados del Comisionado de la NBA, David Stern, para decirle que pare de gritarle a los árbitros. La mayoría de las veces ve los partidos en privado, por una buena razón. Una vez, cuando era ejecutivo de los Washington Wizards, loco por cómo estaba jugando el equipo, arrojó su vaso de cerveza al televisor de la oficina, y luego tiró todo lo que encontró cerca, una descarga de misiles. Ahora, 10 años después, apenas grita.
“Voy abajo”, dice.
“Se bueno”, le dice alguien en la suite.
“Voy a tratar”, responde, y se va.
El círculo íntimo se queda reunido en la Suite 27, enfrente de las oficinas ejecutivas. Todos han estado alrededor de Jordan por años, algunos desde el mismísimo comienzo. Estee Portnoy está aquí, y George. Rod Higgins y el presidente de los Bobcats, Fred Whitfield, un viejo amigo de North Carolina, entran y salen. Están esperando que vuelva Jordan, matando el tiempo, acomodando trabajo, contando historias.
Cuando iban a filmar un montón de comerciales, el equipo de seguridad de Jordan lo esperaba en sutrailer mientras él estaba en el set. Una mujer llamada Linda cocinaba la comida de Michael. A él le encantaban los rollos de canela. Ella horneaba una bandeja y se los traía. Cuando llegaba el momento de filmar, miraba que los guardias observaban los rollos y él iba y le decía a cada uno que nadie tocara su comida.
A fines de los ’80, Jordan vio en el placard de Whitfield que había una mitad con ropa Nike y otra mitad con Puma. Jordan tomó en sus brazos toda la ropa Puma y la llevó al living. Luego tomó un cuchillo de la cocina y las hizo rodajas. Y le dijo a Fred, “llama a Howard White (su contacto en Nike), y dile que te las reemplace todas”. Algo parecido hizo con George. Compró unas New Balance que amaba. Cuando Jordan las vio, insistió que no las usara más. “Llama a Howard White a Nike”.
“El demanda ese tipo de lealtad”, dice Whitfield.
“Donde quiera que vayamos, él mira los pies de la gente”, dice Portnoy.
“Lo primero que hace. Siempre está mirando hacia abajo”, dice Whitfield.
“¿Saben que es lo más gracioso? Que ahora yo hago lo mismo”, dice Portnoy.
“¡Yo también!”, dice Whitfield, riéndose.
Un grupo de Nike entra en la suite, junto con un equipo de la agencia Wieden+Kennedy. Con esta gente, uno ve más claramente que Jordan está en el centro de varios universos superpuestos. Al tope de la línea Jordan en Nike que factura miles de millones, de los Bobcats, de su propia compañía, con docenas de empleados y contratados en su nómina. En caso de que alguno del círculo íntimo se olvide quién está a cargo, lo único que tienen que hacer es llamarse por los códigos que han recibido por la seguridad privada para los viajes internacionales. Estee es Venom. George es Butler. Ivette es Harmony. Jordan es llamado Yahweh (una palabra hebrea que significa Dios).
Jordan suele ser la persona más importante en cualquier lugar que entre y, yendo un poco más allá, en la vida de cada uno con el que se encuentra. El Gulfstream despega cuando él sube. Ha dejado a un amigo en Las Vegas porque se había demorado, y recientemente a dos guardias de seguridad. Ha intentado hacer lo mismo por años con George, pero nunca puede derrotarlo. Hace lo que quiere, cuando quiere. En un largo viaje a China en el avión de Nike, se despertó justo cuando el resto estaba empezando a quedarse dormido. No importó. Prendió las luces y el estéreo del avión. Si Michael está levantado, la regla no escrita dice que todos están levantados. La gente que lo rodea cumple cada capricho. Se asegura que un auto lo esté esperando cuando aterriza, solucionando cualquier inconveniente. En Chicago había alguno que incluso tenía gasolina guardada en sus autos. No hace mucho, llamó a su oficina desde Florida, enfurecido, loco, porque no podía cargar gasolina.
“¿Cuál es mi código de la tarjeta?”, preguntó.
Estaba en Florida, donde pasaba tiempo con la familia cubana de Yvette, cuando sintió la vida que cambió por el circo del jet set de la celebridad moderna.
Ellos no lo adulaban (los abuelos de Yvette, que apenas hablan inglés, no son fanáticos del básquetbol), y él se sentó en la mesa a comer con gente que se reía y comía buena comida. Así era crecer en Wilmington. “Eso ya no existe”, dice Jordan. “Y no puedo volver atrás. Mi ego es tan grande ahora que espero ciertas cosas. Antes, no pasaba eso”.
La gente de la suite sabe de su ego, y de su humor, y de su enojo. Lo saben más que la mayoría. George bromea mucho sobre las marcas en su culo. Pero también conocen a Jordan, y si son honestos, lo aman. Saben cuán generoso puede ser, enviándole rosas en el Día de la Madre a todas las madres de todas las personas que trabajan con él. Lo pueden ver destruido después de cada encuentro por el “Cumplele un deseo a un niño”, campaña en la que participa. Lo ven agrandado con orgullo cuando uno de sus hijos tiene un éxito. Han estado dentro de la máquina, viendo de primera mano el asedio de la fama, la dureza y el cinismo que eso demanda. Por eso piensan que todas las historia de Michael siendo Michael son graciosas, incluso adorables, cuando algunos de los que están afuera y escuchan las mismas historias, se horrorizan, viendo un permanente adolescente preocupado por la comida o cortando ropa. Sus amigos, por ejemplo, vieron su discurso cuando entró al Hall de la Fama y se rieron.
En los tres años y medio que pasaron desde que Jordan construyó su relato en base a todos los desaires que lo empujaron a la grandeza, el discurso se convirtió en una prueba para los que creen que Jordan está, como un periodista de básquetbol escribió, “extrañamente amargo, perdido, errático”. No están errados, no del todo, pero algo quedó tapado cuando el discurso pasó a ser una metáfora del ego crecido y ausencia de autoconocimiento.
El discurso en sí mismo, si uno lo mira de nuevo, es una ventana abierta a lo que Jordan es en privado: divertido, sarcástico, confiado, competitivo. El se ve a sí mismo no como un atleta talentoso, pero sí como alguien que se negó a perder. Por eso parado en el estrado, después de definirse él mismo, tras limpiarse nueve veces las lágrimas antes de empezar a hablar, puchereando en la primera parte, él dijo que tenía el fuego adentro y que “la gente le sumó leña a ese fuego”. Luego enumeró cada duda y catalogó todas sus acciones, pequeñas y grandes. Empezó con sus hermanos y siguió con la secundaria, la Universidad y la NBA. Le tiró un disparo a su archienemigo durante muchos años Jerry Krause: “No sé quién lo invitó...yo no fui”. Fue mezquino, pero particularmente honesto.
La crítica no dicha que corrió desde entonces es que Jordan no entendió lo que se requería de un atleta retirado, una mezcla de nostalgia y reflexión. Los cinco años que habían pasado supuestamente dan ese tiempo para crecer y madurar esas emociones. La gente quería al Jordan tirado en el piso de su closet, no al que hizo cualquier cosa para ganar. Esa es la atracción de un discurso en el Hall de la Fama. Revelan que esos íconos eran de alguna manera como uno. Jordan no ofreció ese discurso, y las razones son al mismo tiempo simples y obvias. El no se ve como parte del pasado, o como alguien que puede poner las cosas en perspectiva. El no estaba nostálgico esa noche. La furia que condujo su carrera no se había ido, y él no sabía que hacer con eso. Entonces al final del discurso, dijo probablemente lo más comentado e importante, que ha sido casi olvidado.
Describió lo que el juego significaba para él. Lo llamó su “refugio” y el “lugar donde he ido cuando necesité encontrar placer y paz”. El básquetbol lo hizo sentir completo, y se había ido.
“Un día”, dijo, “pueden mirar y verme jugando a los 50”.
Una ola de sonrisas entre dientes se esparció en el salón. Su cabeza se sacudió a un lado, y entonces mostró sus ojos como hace cuando es desafiado, y dijo: “Oh, no se rían”.
Entonces todos se rieron más fuerte.
“Nunca digas nunca”, dijo Jordan.
Jordan está tratando de cambiar, dando pequeños pasos. En los últimos años, ha salido en viajes marítimos, porque a Ivette le encantan, y pese a que él odia el agua. La primera vez, se volvió loco con el bote que se movía. En el viaje más reciente, sintió que su furia se disolvía. Fue una victoria. No miró básquetbol. Cada mañana se levantaba con el sol, y se plantaba en la silla de pescar, hincando su primera Corona a las 8 con sus amigos, recogiendo grandes atunes, que enganchaban sus anzuelos como un submarino. Hicieron estupendos sushi. Jordan estaba feliz. “Beber y comer y beber y comer y beber y comer”, es como él describe las vacaciones con amigos, bajando cajas de su tequila favorito, totalmente desenchufado, hasta volver a casa. Luego estaba alrededor del básquetbol otra vez, y las viejas urgencias comenzaron a devorarlo. En Charlotte, empezó a pensar en el 218.
Cada mañana desde que volvió de las islas, estuvo en el gimnasio. A la hora de la comida, le enviaba un sms a su nutricionista para ver qué podía y qué no podía comer. Ostensiblemente, la razón era que se paró en la balanza después de dejar el exceso del Mr. Terrible y vio el número: 261 (en libras; en kilos: 118). Nueve días después, sentado en su oficina y rodeado de básquebol, ha bajado a 248 (112 kilos). El dice que es por un tema de salud y de lucir bien en la fiesta de su 50º cumpleaños. Pero en su cabeza, hay una meta: 218 (98 kilos), un número familiar y peligroso en el mundo de Jordan.
Ese era su peso cuando jugaba.
Cuando comenta que Yvette nunca lo vio jugar, dice: “Ella nunca me vio con 98 kilos”. En la pared de su oficina hay una foto enmarcada suya cuando era joven, alzándose hacia el aro, con las piernas subidas hasta su pecho, como volando. El se ríe mirándola, con melancolía.
“Pesaba 98”, dice.
El abismo entre lo que su mente quiere y lo que su cuerpo puede dar crece cada año. Si Jordan mira viejos videos de los partidos de los Bulls y luego va al gimnasio, dice que enloquece en ejercicios con las máquinas. Da miedo. Hace poco, su hermano Larry, que trabaja para el equipo, vio que había conmoción en una práctica. Miró por la ventana de la oficina y vio a su hermano dominar en un uno contra uno a uno de los mejores jugadores de los Bobcats. A la mañana siguiente, dice Larry con una sonrisa, Jordan no apareció en la oficina. Había ido al preparador físico del equipo a recibir tratamiento.
“¿Estás pagando el precio, no?”, le preguntó Larry.
“No me puedo mover”, dijo Jordan.
No hay forma de medir estas cosas, pero hay una cuestión importante a tener en cuenta. Jordan es el más intenso competidor del planeta. Y está en la conversación, al final, y ahora ha sido reducido a pijotear por ofertas por esta furia competitiva. Está en el medio de un épico partido de Bejeweled en su iPad, y pasa el nivel 100, donde gana el título de Semidiós del Bejeweled. Es un maestro del sudoku y le ganó 500 dólares a Portnoy con el. En las Bahamas, mandó a alguien al hotel Atlantis al negocio de regalos para comprar un libro de juegos con palabras escondidas (esos donde hay un cuadro de letras y hay que buscar distintas palabras adentro). En el hotel, compitió con Portnoy y Polk, su abogado, venciendo a ambos. El podía ver todas las palabras al mismo tiempo, como hacía en una cancha de básquetbol. “No puedo ayudarme. Es una adicción. Uno pide este poder especial para llegar a un nivel, y ahora que lo tienes y quieres devolverlo, no puedes. Si pudiera, entonces podría respirar”, dice Jordan.
Una vez, el mundo entero lo vio competir y ganar (juego 6, Delta Center, 1998), y ahora es un minúsculo grupo de amigos en una habitación de hotel jugando un juego estúpido de niños. El deseo se mantiene igual, pero los estadios y el interés, se redujeron. Durante años, fue amado por las ansias que manifestaba en una cancha de básquetbol, y ahora queda ridiculizado cuando le sirgen en un discurso.
Su autoestima siempre ha estado, como él mismo dice, “atada directamente al juego”. Sin él, se siente a la deriva. ¿Quién soy? ¿Qué estoy haciendo? Durante los últimos 10 años, desde que se retiró por tercera vez, ha estado moviéndose tan rápido como pudo, construyendo cosas que lo distrajeran. Cuando se calma, llama a su oficina para decirles que no lo molesten por un mes, para dejarlo relajar y jugar al golf. Tres días después llama para pedir que el avión lo levante y lo lleve a algún lado. Es inquieto. Por eso es dueño de los Bobcats, hace sus publicidades, juega horas al golf, esperanzado en bloquear sus pensamientos sobre el 218 (los 98 kilos). Pero cuando se baja del bote, vuelve al hogar de los apuros. Siente que su competitividad lo patea, casi como algo químico, y empieza a entrenarse, y se pregunta: ¿Puede jugar a los 50? ¿Qué podría hacer contra LeBron? ¿Qué tal si...?
“Me consume mucho”, dice Jordan. “Es mi propio peor enemigo. Me automotivé tanto siempre que sigo viviendo con algunos de esos instintos. Y no sé como salirme de eso. No sé si puedo. Y aquí estoy, todavía conectado con el juego”.
Piensa sobre las cosas que Phil Jackson le enseño. Jackson siempre lo entendió y no tenía miedo de empujar hacia adentro a Jordan. Una vez, durante su ritual de darle libros a sus jugadores para que los leyeran, le dio uno a Jordan sobre apuestas. Es un koan Zen que Jordan necesita ahora, en este nuevo desafío: para encontrarse a sí mismo, primero debe sumergirse en sí mismo. Aunque esté obsesionado en volver a jugar, trata de dormir, sabiendo que cuando se despierte, las cosas van a ir mejor. Sabe que no va a alcanzar los 98 kilos. Sabe que no va a volver a jugar al básquetbol otra vez. Sabe que tiene que dominar estos instintos, encontrar un camino para vivir la vida que él creó con mucho trabajo.
“¿Cómo puedo disfrutar la vida durante los próximos 20 años sin muchas de estas cosas que me consumen?”, pregunta, sentado detrás de un escritorio, mientras su celular vibra con ofertas de canjes. “¿Cómo puedo encontrar la paz fuera del juego del básquetbol?”.
Jordan se para en su loft, que es oscuro y moderno, con la cañería a la vista y una brillante mesada en su cocina. El diseño da la idea de masculino, algo asiático. Una mesa de pool está a la izquierda y hay varios ceniceros esparcidos por el lugar. Falta una hora para el comienzo del partido Celtics-Bobcats en Boston, el que verá desde su silla favorita, una marrón, cara, media baja.
“¿Dónde estabas?”, dice hablando hacia el fondo de su casa.
La voz de Yvette suena fuerte y alegre.
“Hola cariño, estoy de vuelta”, dice ella.
Ella tiene 34 años, ha trabajado en un hospital y en temas inmobiliarios, y está feliz con la vida doméstica que Jordan perdió hace tiempo. El año pasado, Portnoy recibió un regalo de cumpleaños de su jefe, como siempre, pero por primera vez en 16 años, también recibió una tarjeta. Era del negocio Papyrus. Ella lo reconoció. Adentro, Jordan había firmado su nombre. Estee se rió por su propia sorpresa sobre un comportamiento tan común. Yvette había hecho todo lo que cualquier persona haría cuando un cumpleaños se acerca. Compró una tarjeta por su cuenta. No lo analizó.
Todos los cambios que él ha hecho son por ella, y ella le ofrece la mejor esperanza de redescubrir pedazos de aquel niño que escribía aquellas cartas desde la Universidad. Hace dos Semana Santa, Yvette fue con él a North Carolina a visitar a la familia, que está dispersa por todo el Estado. Ella le viene pidiendo que la lleve a Wilmington para mostrarle el lugar donde creció. Como mucha gente, ella muchas veces se esfuerza por imaginar cómo era antes. Ella quiere encontrar al Mike Jordan que necesitaba que su mamá y su papá le mandaran estampillas. Esto requería unas siete horas manejando, que él no quería hacer. Finalmente, accedió. “Es increíble lo que las mujeres pueden hacerte hacer”, dice Jordan. “Te hacen cambiar. Hace 10 años, hubiésemos estado discutiendo todo el puto día. Y yo hubiese ganado. Ahora, en el lugar que me encuentro, ella ganó. Eso es progreso”.
Esta noche, Yvette y Laura están haciendo ensaladas. Amigos rodean la isla de la cocina, y el lugar está repleto de risas. Están lavando lechuga. Jordan está gastando a Buckner porque se toma todo el vino. Luego, cuando George le da a Quinn una carísima botella de merlot con una pajita doblada en él, a Yvette le agarra un ataque de risa. Era toda una operación entre George e Yvette.
Ella lo empuja a Jordan, lo hace probar cosas nuevas. El hogar en Florida está casi terminado, y será de ellos. En conversaciones con su staff, se lo llama el hogar del retiro. Y los amigos de Jordan quieren imaginarlo a él allí en su gran living exterior, tirado en un gran sillón, relajado. Sus deseos para él son de paz.
Parece tenerla esta noche, al menos por un momento.
“Bebé, ¿nos servís vino?”, le dice Yvette. Jordan se agacha y se mete en su sala de vinos climatizada y vuelve con uno de sus favoritos. El corcho sale suavemente. Los vasos están en fila y él sirve vino en cada uno.
“Aquí tienen chicas”, dice.
En las próximas siete horas, todas mirando un partido de básquetbol tras otro, se mete una vez más hacia adentro, con sombras de enfado, de fuertes a suaves, silenciosamente ardiendo. Se transforma de un hombre de negocios que vuelve de la oficina –“Cariño, estoy en casa”-, a un hombre en llamas. La primera chispa sale de un debate en Sportscenter, en uno de esas discusiones imposibles, vagas y ridículas que, obviamente, no se pueden ganar: ¿quién es el mejor mariscal de campo, Joe Montana o Tom Brady?
“No puedo esperar a escuchar esta charla”, dice Jordan.
En el 2009, Micharl Jordan discutió sobre su pasión por el básquetbol.
Estiró sus piernas, vistiendo joggins y medias, y cuando uno de los tipos de la tele argumentó por Brady, Jordan se rió. “Van a decir Brady porque no se acuerdan de Montana. ¿No es increíble?”.
Envejecer significa perder cosas, y no solo la vista o la flexibilidad. Significa ver que tus logros de joven son devaluados, quizá en tus propios ojos por la perspectiva, o quizá en los ojos de otros a partir del olvido. La mayoría de la gente vive vidas anónimas, y cuando crecen y mueren, cada hecho de su existencia desaparece. Son olvidados, algunos más lentamente que otros, pero les pasa a casi todos. Para unos pocos, en cada generación, que alcanzan el pináculo de la fama y del éxito, un destello los marca: la inmortalidad. Aun cuando Jordan ya no esté, sabe que la gente lo va a recordar. Aquí yace el más grande basquetbolista de todos los tiempos. Ese es su epitafio. Cuando estuvo en una cancha por última vez, debió pensar que nunca nada iba a disminuir lo que él había conseguido. Ese conocimiento iba a ser su escudo contra la vejez.
Hay una fábula sobre generales romanos que, mientras cabalgaban en grandes festejos luego de tremendas victorias, por las calles de la capital, un esclavo se paraba detrás de ellos y les murmuraba en las orejas: “La gloria es breve”. Nadie hace eso con los atletas profesionales. Jordan no pudo saber que lo más cerca que estuvo de la inmortalidad fue durante ese último partido en la cancha, ese que simbólicamente preserva en su oficina en un cuadro. Todo lo que puede pasar en los días y años posteriores a este momento brillante que él construyó, se erosiona. Quizá se de cuenta de eso ahora. Quizá no. Pero cuando ve a Joe Montana juntado en un podio con otros de generaciones posteriores, debe darse cuenta que algún día su foto estará en una pantalla al lado de la de LeBron James para que la gente se pregunte quién fue mejor.
Los conductores anuncian el resultado de la encuesta por internet. Votaron 925.000 personas. Hay un empate: 50 por ciento votó por Montana y 50 por ciento por Brady. No importa que Montana nunca perdió un Super Bowl o que, a diferencia de Brady, nunca desentonó en los grandes acontecimientos. Cuestiones de legado, grandeza, pesan a favor de los jóvenes. El tiempo está del lado de Brady, por ahora. Jordan menea la cabeza. “Esto no tiene ningún sentido”, dice.
Jordan juega su juego favorito de trivia, preguntando qué jugadores activos podrían haber sido exitosos en su época. “Nuestra era”, dice una y otra vez, calificando a los jugadores actuales de blandos, fríos, mal preparados para el más alto nivel. Eso es lo que él piensa, desde que ha sido comparado con esta generación, y desde que tiene que construir una franquicia con estos jugadores. “Te voy a dar una pista”, dice. “Solamente puedo elegir a cuatro”. Y los nombra: LeBron, Kobe, Tim Duncan, Dirk Nowitzki. Mientras habla, Yvette entra al living y, en un tono muy familiar para cualquier marido que discute sobre deportes con amigos, dice, “¿necesitan algo?”.
Cuando alguien en la TV compara a LeBron con Oscar Robertson, Jordan refunfuña. Mueve los ojos, frunce el cuello, frustrado. “Es absolutamente...”, dice, y se agarra la cabeza. “El punto es: nadie está criticando el nivel de los rivales contra los que juega. Es su conocimiento del juego...no es una comparación justa. No es correcta. ¿Podría ser LeBron exitoso en nuestra era? Sí. ¿Podría ser tan exitoso? No”. El partido de los Bobcats empieza y los Celtics los pasan por arriba. Los jueces no ayudan. Jordan se incorpora, seguro de que los Celtics consiguen todos los pitazos porque tienen a las estrellas.
“¡Vamos hombre!”, grita.
Buckner lo provoca con unas palabras.
Jordan lo ignora. Está bloqueado.
“¡Eso es falta!”, grita. “¿Entendés lo que digo? ¡ESO ES FALTA!”
Es una linda noche, y Jordan va al balcón, en el séptimo piso. Mira hacia abajo, a Tryon Stree. La TV está en la esquina derecha. Fuma un cigarro. Los Bobcats empatan el partido, luego quedan atrás otra vez.
“Recuperenrecuperenrecuperen”, Jordan masculla ante la TV. “Matchup, matchup. ¿Dónde vas? ¡Tirate por la pelota!”.
Ellos van a perder –él va a perder-, y Jordan está tranquilo en su sofá. Ya fue. No habla por un minuto, después comenta algo, luego vuelve a no hablar por medio minuto.
Cambia de canal y pone Utah-Miami. Durante la transmisión, él es la respuesta de una trivia. Es la cancha donde convirtió su tiro más famoso, y señala el lugar donde lo hizo. Recuerda lo cansado que estaba al final de ese partido. Un celular descansa en el pecho de Jordan. Sus piernas se estiran sobre una mesa de café.
“¿Qué es de la vida de Bird”, pregunta Jordan.
“En Naples”, dice Buckner.
“¿Jugando al golf todos los días?”, pregunta Jordan.
“Aburrido”, dice Buckner.
“¿Crees que no va a volver nunca?”, pregunta Jordan.
“Seguro que va a volver. No lo dice, pero lo conozco”, dice Buckner.
Los comentaristas hablan efusivamente sobre LeBron, mencionándolo en la misma oración que a Jordan, que escucha cada palabra. Esas palabras lo afectan. Se para al lado del TV y apunta al juego de LeBron. “Yo lo estudié”, dice.
Cuando LeBron va a la derecha, normalmente penetra; cuando va a la izquierda, normalmente tira. Tiene que ver con su mecánica y con cómo carga el balón para el tiro. “Entonces, si yo tuviera que defenderlo”, dice Jordan, “lo empujaría a su izquierda nueve de cada diez veces, para que tire. Si va a la derecha, iría al aro y no podría pararlo. Entonces le negaría ir a la derecha”.
Durante el resto del partido, cada vez que Lebron tome la pelota y empiece un movimiento, Jordan hará algunas variaciones a su definición de “penetrar” o “tiro”. No es solo con LeBron. El ve faltas que los árbitros no ven, y las repeticiones marcan que tiene razón. Cuando alguien tira, inmediatamente sabe si va a entrar o no. Dice lo que los jugadores van a hacer antes de que lo hagan y está más enchufado en el flujo del juego que varios de los jugadores que están en la cancha. Contesta mensajes, enfrascado en su celular, cuando el relator dice que LeBron lanza al aro. Sin mirar, Jordan dice, ¿izquierda?
La caldera exterior hace que el porche esté calido. Las horas pasan, creando distancia con la derrota de los Bobcats. Nadie dice demasiado. George juega al Bejeweled en un iPad. El aire está lleno de sonidos de básquetbol: cornetas, chillidos de zapatillas, el sonido metálico del aro. Esos son los sonidos de la juventud de Jordan.
El sostiene un cigarro y lo disfruta. El zumbido de la antorcha de butano rompiendo el silencio. La llama de la caldera se refleja en tres ventanas. Las sombras parpadean sobre la cara de Jordan. El nunca lo dice, pero parece como si estuviera jugando el juego en su cabeza, usando su furia para su pretendido objetivo. Todavía sabe cómo se juega. El puede voltear a LeBron, si su cuerpo no lo traiciona, si puede dejar atrás al tiempo, si puede llegar a los 98 kilos.
George se va a la cama. Una hora más tarde, el último juego de la noche termina. Buckner dice adiós y toma el ascensor. Yvette y su amiga Laura van hacia el fondo del departamento. Jordan está solo.
Odia estar solo, porque eso significa que hay tranquilidad, y a él no le gusta el silencio. No puede dormir si no hay ruido. Dormir siempre ha sido un problema para él. Todas las noches de juego de naipes, sus viajes al casino durante los playoffs, fueron malinterpretadas. No eran la enfermedad, eran la cura. El proveían ruido, distracción, defensa. Jordan no empezó a beber hasta los 27 años y fue a ver a un médico por su insomnio. Tómate un par de cervezas después del juego, fue advertido. Eso va a bajarte los nervios.
La casa está a oscusas. Son casi la 1 de la madrugada y Jordan abre su aplicación del iPad que le permite controlar el sistema de audio del loft. Cada noche hace lo mismo, y lo hace ahora: pone el canal de westerns en su televisor del dormitorio. Las películas de cowboys van a romper la oscuridad, romper el silencio, permitirle descansar. Es como en los viejos tiempos, él y Pops. Jordan se mete en la cama. La película en la pantalla es Los Imperdonables. El conoce cada escena, y en algún momento antes del tiroteo en el salón, cae dormido.