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Río 2016

Cien años de soledad

22:23 26/08/2016 | Compartimos con ustedes la nota central de Básquet Plus revista sobre el adiós de Ginóbili y Nocioni de la selección. Un cuento fantástico.

Escribo esto el domingo 21 de agosto, día del niño. Y los días del niño, siempre vienen a la memoria historias que nos contaron, de pequeños, o de más grandes. Quizá incluso de adultos. Recuerdo una muy especial, que me contaron hace mucho, muchísimo. Pero la historia fue tan magnífica que me quedó grabada y la siento como si hubiese sido ayer. Hoy.

La historia empezaba, como algunos cuentos, con una tristeza. Un grupo de jóvenes de 20 años en su mayoría, había acumulado durante varios días el sueño de ser campeones mundiales de básquetbol sub 22, en la lejanísima Australia. Y por los designios del destino, un par de equivocaciones en el cierre de las semifinales los había dejado afuera de la definición. En ese equipo, un flaquito al que apodaban Manu, zurdo él, había empezado a mostrar algunas cualidades llamativas. Y otro, más jovencito aún, se había quedado en Gálvez, Santa Fe, quizá llorando más que el resto, porque su ausencia en el torneo había sido por un problemita de conducta. Le decían Chapu. Era un volcán en erupción permanente y eso, a veces, le generaba algún contratiempo. La historia, casi la legenda, dice que el día que perdieron se juramentaron entre todos tener una revancha. Cosas que se dicen cuando uno es joven y tiene todo el tiempo y el mundo por delante para llevárselo puesto. Pero estos pibes tenían la cabeza bastante más dura que los demás. Eso parecía.

Un año después, el zurdo flaquito iba a empezar a escribir una nueva historia, pero ya con los mayores, ¡en un Mundial! El sueño de todo deportista. Ya no se medía más contra una pared para ver cuánto había crecido ese mes. Había pegado el estirón unos años antes y el objetivo de ser el más alto de los tres hermanos estaba cumplido de sobra. En ese Mundial, no podía creer compartir equipo con monstruos de su niñez, como Milanesio, De la Fuente, Sconochini. En cada momento se le venía a la cabeza cuando Julio Lamas lo había llamado aparte para decirle que iba a jugar el Mundial, que lo elegía a él por sobre Jorge Racca. ¡Está loco!, pensó. Pero no, no estaba muy loco. La primera experiencia, como suele suceder, le dejó cosas buenas (el debut), y malas (estar cerca de las semifinales y terminar perdiendo). Con 21 años, todo se siente más: la alegría y el dolor. 

Soñó entonces que, al año siguiente, en su Bahía Blanca natal, y junto a su espejo, Juan Espil, podía tener la gran chance de festejar un campeonato sudamericano. Las dudas se generaban porque en el equipo había demasiados pibes, varios debutantes: Palladino, Leo Gutiérrez (¡cómo saltaba ese pibe!), Gaby Fernández, Luis Scola (el más tímido), Pancho Jasen (su amigo de siempre) y el rubiecito calentón que había quedado afuera de Melbourne por visceral, Andrés Nocioni. La juventud, quizá, generó otra frustración, perdiendo la final, encima contra Brasil. 

En ese mismo 1999, sigue la historia, una generación casi entera le dio la espalda al equipo nacional y Lamas, por convicción pero también por necesidad, fue al Preolímpico con chicos. En Puerto Rico, nada menos. Con dos escarbadientes fueron a pelear contra Godzilla, y casi lo voltean. Perdieron el partido inicial contra Canadá y –otra vez la inexperiencia- se desconcentraron en el cierre ante Puerto Rico para terminar ganando por poco. La diferencia de gol los mandó a jugar contra el Dream Team de Duncan, Kidd, etc. Se perdió, pero el rubiecito calentón le metió un volcadón en la cara a Kevin Garnett que quedó en la retina de todos. Para completar un 1999 muy cargado, los pibes se fueron a Canadá para los Panamericanos. Fue uno de esos torneos que se recuerden básicamente por un solo hecho. Otra vez protagonista el rubiecito calentón. El Chapu se agarró a las trompadas con el puertorriqueño Antonio Latimer en el túnel en el entretiempo contra Estados Unidos y lo noqueó. Al día siguiente, Latimer, en el comedor de la Villa, lo agarró desprevenido y le pegó certeramente desde atrás. Se armó un tole tole que casi termina en escándalo. Bah, lo fue.

El cuento tiene un impasse de un año, hasta el 2001, en el que los pibes, ya más creciditos, limpiaron a todos sus rivales en el Premundial de Neuquén y, un año después, viajaron a Indianápolis, cuna del básquetbol norteamericano, para jugar el Mundial. El zurdo flaquito ya era figura en Europa y el rubiecito jugaba en España y ya era ídolo en Vitoria. Algunos locos los veían con potencial. Y ellos, inconscientes, también se veían con potencial. Y empezaron a voltear muñecos con una facilidad pasmosa: por 35 a Venezuela, por 19 a Rusia, por 27 a Nueva Zelanda, por 24 a China. ¿Estaban locos? Entonces llegó a Alemania y, cuando vieron salir a Dirk Nowitzki, lo miraban con admiración. Era un crack. Pero entraron a la cancha y lo vieron como uno más. Y lo sacaron de la cancha para ganarle por 9. La mala suerte hizo que, al juego siguiente, tuvieran que jugar otra vez ante el Dream Team con sus NBA con la necesidad de ganar para no cruzarse contra Yugoslavia en cuartos. Estaban un poco bajoneados, hasta que el entrenador Rubén Magnano empezó la charla técnica como siempre, armando la estrategia para ganar. Los chicos se miraban entre ellos. No entendían. Nadie les había ganado desde que habían puesto a los NBA en 1992. ¿Estos pendejos iban a hacerlo? Pero la juventud no conoce de obstáculos. Salieron y jugaron. En un momento -el reloj se les había pasado muy rápido-, miraron el tanteador y estaban 22 arriba, con baile.  “Che, ¿cuándo reaccionan estos?”, le dijo el rubiecito al zurdo flaquito. Nunca. Y fueron tapa de todos los diarios del mundo. Todos. Y siguieron su marcha. El partido de cuartos contra Brasil se puso chivo y apareció el calentón en un contraataque para enterrársela al Anderson Varejao en la cara y soltar un grito que se escuchó en Gálvez, en Pico, en Vitoria... Al diablo Brasil, y después afuera Alemania en las semifinales. Había un problema. El zurdo flaquito se había torcido un tobillo (la primera lesión significativa de su carrera), y estaba casi descartado para la final contra Yugoslavia. No importaba. Iban a ir todos al frente igual. Y así lo hicieron. Y estaban 7 puntos arriba faltando dos minutos y medio. Pero los guerreros yugoslavos, que tenían mil batallas encima, lo dieron vuelta, con pitazo a favor incluido, y lo ganaron en suplementario. Varios de los chicos argentinos lloraban. Nunca más iban a tener una chance así. Varios, que habían estado en 1997, creían que la promesa de 5 años antes ya no se iba a poder cumplir. 

La historia que me contaron hace mucho dice que después de un 2003 donde, a los tropezones, lograron un lugar para los Juegos del 2004, llegaba una nueva chance. La mayoría, entre los 24 y 28 años, estaba con la sangre a flor de piel. Como el adolescente con su primera novia. Pero el camino estaba regado de problemas. Acá, el autor del cuento agrega un detalle quizá exagerado, cuando detalla el final del primer partido del torneo. Perdiendo por 1 tras un libre metido y otro fallado por Tomasevic, y con 4 segundos en el reloj, Argentina sacó rápido del fondo, se chocaron unos contra otros, Montecchia vio una luz en su túnel imaginario y se la dio al zurdo flaquito que, en el aire, tiró un zapatazo que pegó en el tablero y entró. Final. Contra Serbia & Montenegro, que era como decir contra Yugoslavia, su verdugo del 2002. Torre humana arriba del zurdo. Demasiado irreal. España le dio un coscorrón a la ilusión en el segundo partido y luego se completó la fase de grupos con una derrota ante Italia. Balance 3-2. No estaba mal, pero tampoco demasiado bien. Choque de cuartos contra el local Grecia. Casi 20.000 personas pidiendo un circo romano para estos 12 argentinos que nada tenían que hacer allí. Pero, ya curtidos de errores anteriores, resolvieron cada problema en su momento y se metieron en semis. ¿Otra vez contra Estados Unidos? Sí, otra vez. ¿Otra vez se frustraba la promesa? No estaban dispuestos. No fue la paliza del 2002, pero sí una demostración de coraje, juego, dinámica y talento. El rubiecito y el zurdo saltaban haciendo un círculo con sus manos en el pecho. Ya había medalla asegurada. Al rubiecito se le venía a la cabeza León Najnudel, el visionario que un día fue a verlo a Gálvez y a los 10 minutos se fue. El se pensó que no le había gustado. Pero León no necesitaba más de 10 minutos para darse cuenta que era un crack. Y en la final contra Italia, nadie en su sano juicio pensó que esta vez se les podía escapar. Y no se les escapó. Y entonces, además del rubiecito y el zurdo flaquito, se amontonaron los otros sobrevivientes de 1997 (Chapu lo era desde el corazón): Pepe Sánchez, Oberto, Palladino, Leo Gutiérrez, Gaby Fernández, Scola y Victoriano. ¡Lo hicimos! Medalla de oro en los Juegos Olímpicos. Argentina. Ese país chiquito que unos años antes solo aspiraba a estar. Solo eso.

Los caminos del rubiecito y del zurdo siguieron encontrándose. En el 2005 tuvieron merecidas vacaciones y al Mundial 2006 fueron ya como favoritos. ¿Cómo no serlos? Llegaron invictos a la semifinal ante el otro cuco, España. Ultima pelota. Argentina uno abajo. El zurdo la agarra y parece que no la va a soltar hasta tirar, pero en el camino se encuentra con un muro español y, por el rabillo del ojo, ve al rubiecito desesperado solo en la derecha que la pide. Se la da. El rubiecito la tira y, en el aire, se congelan las respiraciones de todos los presentes en el estadio. El tiro dura horas, días, siglos. Cae, pega en el aro, y sale. Argentina se queda afuera de la final. El zurdo y el rubiecito salen juntos, porque algo tienen claro. Ganan o pierden juntos. Las discusiones quedan en el vestuario. Dolió mucho esa derrota. Muchísimo. Era coronar 4 años de gloria sabiéndose los mejores del mundo. 

Tuvieron que esperar dos años para volver a intentarlo, otra vez en los Juegos, otra vez en Asia, pero ahora en China. Un mal partido de arranque hizo que en las semifinales el rival fuera Estsdos Unidos, que por culpa de Argentina había cambiado su esquema de selecciones y, con Coach K a la cabeza, no dejaba lugar para los erroes. Argentina confiaba en una nueva hazaña, hasta que a los pocos minutos de juego, mientras todos miraban un contraataque norteamericano, pocos se daban cuenta que el zurdo flaquito se había quedado tendido en su campo, gritando de dolor, tomándose un tobillo. Nuevamente en una semifinal, como en el 2002. El partido se perdió, y hubo que ir por el bronce ante Lituania sin el as de espadas. El zurdo, en un lapsus de locura, se vendó y quiso probarse igual. Los demás lo miraban como pensando que se había vuelto loco. Un intento, dos. Imposible. Se aguantó, pero cuando sus compañeros enfilaban para la cancha para ir a jugar, soltó un llanto desconsolado que conmovió a los otros 11. “Juguemos por él”, dijo alguno. Pocas veces se vio un equipo que fuera una piña como lo fue ese. Lituania desapareció de la escena y Argentina se coronaba otra vez medallista. El zurdo saltaba en una pata viviendo cada segundo desde afuera con desmedida exitación. Y se abalanzó sobre todos cuando el pitazo final les dio otra página de gloria. 

Yo escuchaba la historia pensando que el narrador estiraba un poco la hazaña. Ya habían sido varias. Entonces empezó a saltar en el tiempo. De ahí se fue al 2010, cuando el rubiecito, estando en Turquía, dos días antes del comienzo del Mundial, fue avisado de que no podría jugar por una supuesta lesión que su equipo, Philadelphia, sostenía era peligrosa. Chapu quería irse a Estsdos Unidos a explicarles que no, que por favor no le hicieran eso, pero no hubo caso. Se mordió los labios mil veces, alentó desde afuera unos días, y partió antes del final del torneo porque su corazón no hubiese soportado un campeonato entero como espectador. 

El grupo de 1997, entonces, quizá incluso sin rebelárselo al otro, pensó que podían darle un cierre ideal al cuento: jugar el Preolímpico en casa en el 2011 y despedirse todos juntos en Londres 2012. Lo de Mar del Plata fue una fiesta de egresados. Todas las noches miles de tipos cantando el himno, los jugadores sintiéndose los Rolling Stones y los resultados acompañando. El rubiecito tuvo un percance único en la historia: se esguinzó contra Brasil en el salto inicial. Increíble. Y prácticamente no pudo jugar más. Solo 8 minutos en la semifinal decisiva ante Puerto Rico, donde su amigo, el zurdo flaquito, le devolvió el alma al cuerpo anotando 6 triples en la segunda mitad, para ganar y conseguir el último tren a Londres. Ya nunca volverían a jugar en Argentina, pensaron todos, y no estaba mal la forma en la que se despedían de su gente. Campeones. 

Londres era el fin del cuento. Algunos compañeros ya habían quedado en el camino. Varios. Pero el rubiecito y el zurdo seguían. Por eso, cuando le ganaron a Brasil en cuartos de final para meterse en las semifinales por tercera vez consecutiva, desataron uno de los festejos más grandes que hayan vivido juntos. Perdieron contra Estados Unidos el cruce y llegó el partido por el bronce ante Rusia. El zurdo dejó a Argentina uno arriba a 40 segundos del final, pero el malvado Shved, que no sabe lo que son los cuentos para niños, o adultos, clavó un triple que pinchó el globo con insensibilidad. El rubiecito tuvo un tiro abierto para volver a pasar al frente, pero no entró y la ilusión de una nueva medalla quedó tirada por el piso. 

Mi cara incrédula debió convencer al narrador del cuento que ese final no era lógico. Y, sin decírmelo, pero dándome yo cuenta que era un agregado, siguió.

Se fue al 2015, a México, para unir otra vez a los dos protagonistas del cuento, el rubiecito y el zurdo, aunque esta vez uno adentro y otro afuera de la cancha. Había sido tan conmovedor el esfuerzo del muchacho aguerrido, que el flaquito, sin estar en el plantel, había viajado de Estados Unidos solamente para estar en primera fila el día del partido por la clasificación a Río 2016, contra el local, y 15.000 almas en contra, como 11 años antes, en Grecia. Y, como en casi todos los cuentos, el milagro se concretó, porque si no el cuento no hubiese sido un buen cuento. El rubiecito y el zurdo, tras la hazaña, se fundieron en un abrazo y entonces, en el oído, le dijo: “El año que viene, por última vez”.

Llegó Río y, para hacerla como se debía, ambos decidieron vivirla juntos. Entonces fueron compañeros de habitación. Uno dormilón (el rubiecito), el otro (el zurdo), inquieto. Uno más paisano (el rubiecito), el otro tecno (el zurdo). El yin y el yan, o los polos opuestos que se atraen. No se lo decían abiertamente, porque la sensibilidad estaba demasiado presente, pero sabían que cada segundo que vivían era un segundo menos que le quedaba a la historia, y entonces querían atrapar al tiempo con las manos, para lograr el imposible de vivirlo y congelarlo a la vez. Entonces hicieron un pacto, y solamente pensaron en vivirlo. Duraría lo que tuviera que durar. Y lo disfrutarían siempre. Liberados de ese dolor posterior.

Jugaron, se divirtieron, ganaron, perdieron, y manejaron lo que pudieron manejar. Hasta se dieron el gusto (otra exageración del autor), de volver a festejarle a Brasil, y en su casa, tras dos suplementarios, con 37 puntos, 11 rebotes y 8 triples del rubiecito. ¿No era demasiado? Quedaba menos, pero a ellos no les importaba. Esos abrazos no los iba a poder borrar nadie, ni el tiempo. 

Y llegó el día. Ambos ocuparon toda el espacio de sus cabezas con otras cosas. No querían pensar. ¿Cómo hacer para no pensar? No pensar. No pensar. No pensar. Pero cuando uno fuerza no pensar, por una hendija del incosciente alguien te va diciendo: es el último viaje a un partido, es el último calentamiento, es la última charla técnica, es la última vez que me pongo la camiseta y, quizá lo peor, es la última vez que me la saco. El reloj, otro malvado, hizo correr los segundos más rápido ante el ensordecedor reclamo de millones. El entrenador pide un cambio, ¡no, no me saques, no me saques! decían sus mentes, pero la boca no respondía. ¡Me quiero quedar acá, para siempre! Todo lo que habían controlado en las últimas 24 horas explotó por los aires. La bocina final fue un estruendo que debería haber volado el estadio, pero mágicamente nada ocurrió. Los ruidos se mezclaron: palmas, gritos, flashbacks. Y, cuando levantaron la mirada, el rubiecito y el zurdo quedaron cara a cara. Con los ojos rojos, tomaron consciencia de que ya no podían extender más la historia. Se abrazaron, lloraron y fueron a compartir su último vestuario. 

El narrador me miró a los ojos y, pese a mis lágrimas, se dio cuenta también de que ya no podía sostener más en el tiempo la fantasía de la historia. Cerró el libro, y también lloró. Al fin de cuentas, simplemente había sido una historia que jamás existió.

Fabián García / [email protected]

En Twitter: @basquetplus

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