La mayor revancha de la Generación Dorada: ante Serbia en Atenas 2004
16:52 18/02/2020 | Argentina venció a Serbia 83-82 con una palomita de Emanuel Ginóbili. En esos Juegos Olímpicos se consagrarían campeones del torneo.
La vida es celosa, caprichosa y egoísta, y pocas veces da revancha. Conocido es el dicho que el tren sólo pasa una vez y que las oportunidades que no se supieron aprovechar jamás se vuelven a dar. Sin embargo, hubo un equipo que tuvo la suerte de encontrarse de nuevo con el destino, para arrebatarle de las manos los presagios y las desdichas. Ese conjunto fue el seleccionado argentino y el hecho se dio en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004.
Apenas dos años antes, un fallo arbitral les había denegado a los argentinos la chance de ser campeones del mundo, ante Yugoslavia, una de las selecciones más poderosas de todos los tiempos. En ese entonces, un grupo de chicos sin miedo que se hicieron hombres en pleno torneo sorprendió a los balcánicos, fundamentalistas del buen básquet y creadores de una de las escuelas más prestigiosas de la naranja. Lamentablemente, una falta no cobrada a Hugo Sconochini fue el desencadenante, el quiebre de la muralla que rompió el canal e inundó la ciudad. Una falta que terminó con las ilusiones de los nacionales, quienes terminaron cayendo en la prórroga ante un conjunto con más experiencia.
Afortunadamente, el destino, ansioso de verlos competir nuevamente, les guiñaría un ojo y los cruzaría en el primer partido de los Olímpicos de 2004. Los chicos que se habían hecho hombres ya eran señores y tenían hambre de gloria. Manu Ginóbili, Luis Scola, Andrés Nocioni, Pepe Sánchez, Alejandro Montecchia, Fabricio Oberto y compañía sabían que la vida les otorgó una segunda chance y no la dejarían pasar.
Así fue que el 15 de agosto de 2004 los nacionales chocaron ante Yugoslavia, en uno de los mejores duelos de la historia de los Juegos Olímpicos. Rivalidad pura, necesidad de ganar y una cátedra de ataque y defensa por parte de ambas plantillas. La paridad fue tal que se mantuvo hasta los segundos finales, en donde un libre del balcánico Tomasevic puso a los suyos arriba por uno a falta de 3,8 segundos.
En el banco Rubén Magnano miraba atento y Fabricio Oberto chiflaba a sus compañeros para darles indicaciones. No quedaban tiempos muertos y la jugada era imposible de diagramar. Pero nadie contaba con el sentido de improvisación de los argentinos, acostumbrados a hacerlo en un país que vive de esa clase de situaciones. Andrés Nocioni tomó el rebote, sacó desde la línea de fondo y se la pasó a Alejandro Montecchia, quien dio un par de piques, primero con la derecha, después con la izquierda, y luego realizó un giro que le permitió sortear a su defensa.
En ese momento el armador detectó a Emanuel Ginóbili, que venía corriendo más rápido que Usain Bolt por el carril contrario, y con 1,5 segundos restantes se la dio en el pecho de manera sublime, para que éste lanzara una plegaria que chocó en el tablero y entró sin oposición, dándole el triunfo y la revancha a Argentina en su primera presentación en Atenas 2004. Ginóbili nunca se levantó, estiró los brazos y simplemente festejó, aún con el riesgo de morir aplastado ante el afán de sus compañeros por tirarse encima de él.
Ese tiro no sólo fue un desquite, también fue la inyección de adrenalina que necesitaba un equipo que estaba listo para llevarse el mundo por delante. Después llegó el sufrido triunfo frente Grecia, el partido épico ante Estados Unidos y la final por el oro contra Italia, pero nada hubiera sido posible sin ese lanzamiento, famosamente reconocido como la palomita. Ese intento lo fue todo. Un primer ejemplo de que los argentinos iban a colgarse la medalla de oro en Atenas sin importar qué se les ponga enfrente. Nadie se las iba a quitar, ni la vida ni el destino.
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