Extraemos partes del informe que Básquet Plus publicó en su edición papel antes del Mundial de 2006, cuando hizo un excelente especial de 5 entregas, escrito por Alejandro Pérez.
La séptima edición del Campeonato Mundial volvía al continente americano, pero esta vez a la zona del Caribe. Puerto Rico recibió el torneo, que aumentaba a 14 sus participantes. El sistema de competencia se modificó, ya que ahora el local y el último campeón pasaban directamente a la segunda fase. Además contaban los resultados obtenidos en la fase inicial entre los equipos clasificados para la ronda siguiente.
Los 14 participantes surgieron de esta manera: el campeón mundial (Yugoslavia), el local (Puerto Rico), los tres mejores del Eurobasket 1973 sacando a Yugoslavia (España, Unión Soviética y Checoslovaquia), los dos mejores del Sudamericano 1973 (Brasil y Argentina), los dos mejores del Centrobasket (México y Cuba), el campeón asiático (Filipinas), el campeón africano (República Centroafricana), el campeón de Oceanía (Australia) y dos invitados, ambos de América: Estados Unidos y Canadá.
Nuevamente el sorteo no había sido benévolo con los argentinos. Tampoco había motivos para que lo fuera con un país que, al no ser una potencia, no podía pretender privilegios solo reservados a los más fuertes. Otra vez Estados Unidos como rival de zona, junto a una creciente España y la accesible Filipinas. Aquella vez se puso en práctica el “sorteo digitado”, repartiendo en cada zona dos equipos poderosos y dos débiles, para asegurarse que los mejores estuvieran en la fase de cierre. Para la FIBA, Argentina no era parte de ese grupo.
Los norteamericanos, siempre con un equipo de universitarios, llegaban golpeados por la humillación de la final olímpica de Munich dos años antes, cuando soportaron su primera derrota en los Juegos en una definición polémica, al obligarse, por decisión del secretario general de la FIBA, Renato William Jones, a repetirse los últimos 3 segundos, los que le dieron la victoria definitiva a la URSS. Si bien los estadounidenses conformaron un equipo menos poderoso de lo esperado, ya que finalmente se presentaron sin las estrellas jóvenes del momento como los pivotes Bill Walton (decidió saltar a Portland en la NBA un año antes de terminar en UCLA) y Moses Malone (pasó directamente de la secundaria a Utah, en la ABA) o el espectacular David Thompson (North Carolina State), eran uno de los favoritos al título.
Los españoles, pioneros en eso de nacionalizar extranjeros, con los fantásticos Wayne Brabender y Clifford Luyk, se habían consagrado subcampeones europeos en 1973 venciendo a los soviéticos y llegaban con siete jugadores del Real Madrid que había ganado la Copa de Europa y repletos de expectativas. Contra ellos se habían perdidos dos partidos (por 24 y 20 puntos de diferencia) durante la gira previa. “En esos partidos no contamos con Cabrera, González y Gehrmann. Ellos nos respetan, porque les jugamos de igual a igual. España es difícil, pero no imposible”, declaraba, con más optimismo que seguridad, Ripullone. Los filipinos se mostraban, apenas, como campeones asiáticos.
El asunto se tornó convulsionado para el equipo argentino desde la misma llegada a San Juan de Puerto Rico, aquel 1º de julio. Mientras la delegación esperaba las valijas en el aeropuerto de la isla, Jorge Becerra, de conocida militancia en el partido justicialista, fue el primero en recibir la noticia de la muerte del Presidente de la Nación, Juan Domingo Perón, por lo que el equipo llevó luto en el debut ante los españoles.
Argentina, que inició sus partidos con Cabrera, González, Monachesi, Perazzo y Gehrmann, se jugaba todas las posibilidades de clasificación en la primera jornada, sin ninguna chance de recuperación. Debía ganarle a España para seguir con ilusiones en el torneo. Y no estuvo tan lejos.
Los argentinos ingresaron con el convencimiento de que la clave pasaba por controlar bien a Brabender, elegido MVP del Eurobasket ’73. De eso se encargó Cabrera, ratificando que a sus excelentes virtudes de conductor y anotador, le sumaba la de intenso defensor, características con las que se ganó un lugar de preferencia en la historia del deporte argentino. El Beto, que además terminó como máximo anotador argentino con 17 puntos, lo secó al hispanoamericano, que apenas sumó 2 puntos en la primera mitad, la que Argentina ganó 47-44, gracias al aporte de los veteranos (Gehrmann, González y Monachesi). El sueño duró hasta los 5 minutos de la segunda parte.
Cuando Cabrera acumuló la cuarta falta, Brabender encontró libertades para llegar hasta los 22 puntos. Las pérdidas (23) fueron determinantes, aunque empezaba a asomar un problema estructural del equipo: la floja defensa. A pesar de eso y la salida por faltas de Finito, Perazzo, Beto y González, a 33 segundos del cierre se perdía por 92-88, con un buen aporte de los jóvenes. Fue digna derrota por 89-96, pero que sería irreparable.
Ante los filipinos fue un correr y tirar desprolijo (20 pérdidas) que le permitió a los argentinos llegar a la victoria, con Gehrmann (31 puntos y 12 rebotes) como Guliver entre los diminutos asiáticos. Sin embargo, esa alegría fugaz no pudo ocultar que la defensa no era un punto fuerte del equipo: 110-90.
El milagro ante Estados Unidos, que tenía el equipo más joven con 19,7 años de promedio, no se produjo y terminó en una contundente caída por 86-109. La inferioridad rebotera (29-41) y las dificultades para frenar a John Lucas (15 puntos) y Luther Burden (22) fueron evidentes. Más allá de que Argentina mostró un planteo inteligente, cuidando el balón y alargando las posesiones, y que los jóvenes volvieron a mostrar sus virtudes, la caída trajo la condena a la ronda consuelo.
Para Finito Gehrmann estaba claro que “en la formación inicial éramos todos goleadores, pero ninguno tenía mentalidad defensiva. Así era difícil, porque el equipo está descompensado”. Sobre el mismo tema el Gallego González fue descarnado: “Para poder ganar necesitábamos meter 120 ó 130 puntos, porque no marcábamos nada”.
El espejismo de hacer una buena rueda consuelo se esfumó rápidamente cuando se comprobó que el equipo argentino se iba desinflando jornada a jornada, un poco por el desgaste físico al que no estaban acostumbrados nuestros jugadores y otro por la impotencia de verse superados. La única sonrisa apareció ante República Centroafricana, con el mayor puntaje argentino en un Mundial (121-70). En ataque había alternativas, pero el problema era la defensa. Así sucedió frente a Australia (100-102). Ante México (94-96), la defensa argentina quedó destrozada por los extraordinarios Arturo Guerrero (30 puntos) y Manuel Raga (29 con su característico tiro en suspensión), además de perder a Cabrera por 5 faltas ¡a los 12 minutos de juego! Contra Checoslovaquia se sufrió el poder ofensivo de Kamil Brabenec (45 puntos) y la derrota final, que mandó al equipo al 11º puesto, un lugar que terminó siendo mucho menos de lo que se insinuó en la etapa inicial.
La mejor actuación argentina fue la del árbitro Rodolfo Gómez. El Loco, con su particular estilo, histriónico y temperamental, demostró un alto nivel internacional, participando de partidos decisivos como Estados Unidos-Yugoslavia, Canadá-Yugoslavia o España-URSS.
A diferencia de ediciones anteriores, los grupos no se disputaron en una sola sede sino que, aprovechando la cercanía entre las ciudades, iban alternándose entre San Juan, Caguas y Ponce. En el Grupo A, la URSS y Brasil pasaron sin problema, con los soviéticos masacrando a sus rivales. En el B, como dijimos, pasaron Estados Unidos y España y en el C, la sorprendente Cuba (venía de obtener el bronce en Munich) saltó a la ronda final invicta, ganando dos de sus tres partidos por un punto. La acompañó Canadá, que dejó afuera a Checoslovaquia.
En la fase final, toda disputada en San Juan, quedaba claro que había tres equipos superiores al resto: Yugoslavia, la URSS y Estados Unidos. En la tercera jornada se dio el primer cruce entre ellos y Yugoslavia dio el primer golpe, venciendo a la URSS 82-79. Los yugoslavos mostraban una nueva camada repleta de talento joven, con Moka Slavnic, Dragan Kicanovic y Drazen Dalipagic. En la sexta jornada, los campeones reinantes no pudieron romper las posiciones y perdieron por la misma diferencia ante Estados Unidos, 88-91. El torneo lo definiría el encuentro, cuándo no, entre Estados Unidos y la Unión Soviética que, obviamente, estaba pautado para la jornada final.
El 14 de abril de 1974, en el estadio Roberto Clemente, cuando todos los presentes van a ver la noche de las grandes figuras, se encuentran con el héroe inesperado: Alexander Salnikov. Si bien el ucraniano (esa era su nacionalidad), venía jugando un buen torneo, con grandes actuaciones ante Puerto Rico y Cuba, las estrellas eran Alexander y Sergei Belov y Paulauskas, sin dudas. Pues bien, los nortemericanos dejaron en 16 puntos a Alexander Belov, en 11 a Paulauskas y en 10 a Sergei Belov, pero con Salnikov no pudieron en toda la noche. El alero clavó 38 puntos en la final y fue la figura excluyente, para que los soviéticos ganaran 105-94 (debían vencer por 3 o más), para coronarse campeones otra vez, como en 1967.
¿Qué quedó de esta nueva experiencia para los argentinos? La demostración, una más, de que el progreso de otros países, sobre todo los europeos, era mucho más acelerado que el nuestro, por lo que las diferencias eran cada vez mayores. Un choque, otro más, contra la realidad, que ubicaba al básquetbol argentino en el lugar que le correspondía. El mendocino Becerra no anduvo con vueltas: “Ese verso de que entrenando un poco le ganamos a cualquiera es una gran mentira” y para el mismo lado se dirigió Chocolate Raffaelli, remarcando que “nosotros creemos que dos o tres jugadores nos van a salvar. Caemos en lo individual, cuando la verdad está en el trabajo de equipo”.
El Beto Cabrera apuntó a una cuestión de fondo, al señalar que “el problema es viejo. En el básquetbol argentino de todos los días el entrenamiento es insuficiente y estamos aburguesados, porque no hay una competencia de buen nivel. En un Mundial, al segundo partido se siente el esfuerzo por todo lo que nos falta”.
La gira previa y el Mundial le dieron una visión a Ripullone de dónde estaba parado nuestro básquetbol: “Con relación a los europeos nos hemos quedado desde hace mucho tiempo. En lo técnico no estamos lejos, pero en lo físico y lo organizativo la distancia es demasiado grande. Por eso las experiencias vividas este año no pueden ser una gota de agua en el desierto. Este es el principio y ahora debemos seguir trabajando con mentalidad internacional”. Un análisis certero, pero de una implementación dificultosa en medio de un ámbito con más características amateurs que profesionales.
Sin embargo, hubo un aspecto positivo para destacar. Tal vez el más importante. Los jugadores jóvenes demostraron tener proyección. Raffaelli, uno de los jugadores con mayor jerarquía que ha dado por siempre la Argentina, Cadillac, Martín, Pagella y Aguirre formaban una buena base pensando en el futuro. Tal vez por haber trabajado con los juveniles, Dasso sostuvo que “hay que abrirle paso a los jóvenes, armar una selección nueva y darles competencia internacional”. Más allá de esta apreciación queda claro que ese grupo contaba con calidad como para trascender. Aquel núcleo, junto a Perazzo, conquistaría dos títulos sudamericanos (1976 y 1979) y la frustrada clasificación olímpica de 1980, que no fue otra cosa que el mayor logro del básquetbol criollo desde el mítico Mundial de 1950 hasta ese momento.
El MVP del torneo fue John Lucas, de Estados Unidos, manteniendo la costumbre de premiar a un no campeón. Los otros integrantes del quinteto ideal resultaron Wayne Brabender, de España, Dragan Kicanovic, de Yugoslavia, y los soviéticos Aleksander Belov y la figura de la final, Aleksander Salnikov. El goleador del torneo fue el mexicano Arturo Guerrero, con 27.0 puntos de media. Finito Gehrmann terminó quinto, con 22.3.