Flu Game: el juego en el que Jordan marcó 38 puntos volando de fiebre
17:01 08/03/2020 | Michael Jordan había pasado la noche del 11 de junio de 1997 con una dura gripe. Así y todo jugó, la rompió y Chicago venció a Utah 90-88.
¿La fecha? 11 de junio de 1997. ¿El evento? Quinto partido de las finales de la NBA. ¿El rival? Un clásico: Utah Jazz. Todo empezó con una mala noticia alrededor de las ocho de la mañana de ese día. Chip Schaefer, el preparador físico de Chicago Bulls, recibió un llamado. Michael Jordan, la estrella del equipo por antonomasia, se había pasado toda la noche despierto con un resfriado y estaba gravemente enfermo.
Inmediatamente después de recibir la noticia, Chip corrió hacia la pieza del número 23 y descubrió lo peor. Michael estaba acostado, dolido y encogido como si fuera un bebé, cubierto de sábanas para combatir el frío que invadía su cuerpo. El héroe, el mejor de la historia y quien tenía las llaves del éxito de los Bulls estaba derrotado, postrado en su cama como cualquier otra persona normal. El dios del básquet sufría y nadie podía hacer nada al respecto.
En las horas posteriores el rumor de que Jordan no jugaría empezó a hacer eco en todas las inmediaciones del Delta Center, el estadio donde esa noche Utah recibiría a Chicago. Nadie daba un peso por Michael, tampoco querían exigirle algo que él no podría cumplir. Sin embargo, Jordan apareció en el vestuario, sudando desmedidamente y decidido a ponerse los cortos para combatir al rival que en los últimos años se había convertido en su némesis.
Sus ojos parecían muertos, y su piel ya no era negra. Tenía un tono híbrido de blancos y grises. Estaba hecho un zombie. Así lo demostró en la cancha durante los primeros minutos, cuando Chicago se contagió de su enfermedad y no logró dar pie con bola en los primeros minutos del partido. Jazz aprovechó el bajón y comenzó a pegar desde el arranque, metiendo un parcial de 25-12.
En el segundo cuarto la cámara apuntaba a Jordan, que transpiraba como si estuviera en un sauna. Mientras tanto, en la cancha, Pippen sacaba la cara por los suyos y levantaba al gigante dormido. Penetraciones, defensa y agresividad comenzaron a poner a Chicago nuevamente en partido. A su vez, Michael también se contagió de la panacea de Scottie y volvió a la duela para apoyar a su hermano de mil batallas, anotando 17 puntos que le permitieron a los de la Ciudad del Viento achicar la brecha.
Luego del descanso largo, Jordan volvió a bajar sus prestaciones. La pausa no le había hecho bien y debió volver al banco de suplentes. Tenía la cabeza tapada con una toalla y no dejaba de transpirar. Parecía que se estaba aplicando una especie de nebulización. Por otro lado, su equipo volvía a derrochar la diferencia que había conseguido en el segundo cuarto y cerraba el tercer periodo perdiendo por ocho (77-69).
A partir del último chico Dios bajó del cielo e invadió el cuerpo de Jordan, quien empezó a anotar desde la media distancia, sacando fuerzas desde su propio ser interior y castigando con puntos a una defensa de Utah que miraba consternada ante otro acto de voluntad divina de su majestad (85-88). Pero el partido todavía no estaba decidido y el último acto empezaría a gestarse a falta de 27 segundos, cuando MJ marcó el triple que sentenció el partido y le dio la victoria a los de la Conferencia Este por 90-88.
Jordan finalizaría el enfrentamiento con 38 puntos, 7 rebotes, 5 asistencias, 3 robos, 1 tapa y 2 triples en 44 minutos de juego, volando de fiebre y sudando a más no poder. Esa noche Michael demostró que no era de este mundo. Tenacidad, regularidad y capacidad para soportar el dolor. Cumplía objetivos sin importar quién estaba enfrente. Nada lo podía detener. El fin justificaba sus medios y sus medios siempre llegaban al fin.
Ignacio Miranda/ [email protected]
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