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Cuando uno ve a un jugador que forma parte de la NBA siente una envidia sana, pero solamente se ve la punta más exitosa de un iceberg repleto de vaivenes emocionales y de barreras superadas en base a esfuerzo y trabajo duro. Ese es el caso de Steven Adams, quien tuvo la determinación suficiente como para sobrellevar una depresión en los primeros años de su carrera, para así poder cumplir con lo que tanto había soñado: desarrollarse para algún día jugar en la NBA. Tenía cualidades y biotipo, pero en Rotorua se iba a estancar indefectiblemente.

Hoy en día, el pivote de 2.13 años y 25 años es una pieza importante del juego interior de Oklahoma City Thunder, una franquicia que lo aprecia, pero para llegar a esta actualidad tuvo que atravesar años sombríos en la universidad. En primera instancia, porque se trasladó desde su Nueva Zelanda natal hacia la Universidad de Pittsburgh (13.665 kilómetros), en la que jugó un año antes de ser drafteado en el 2013. Contó esa experiencia en su autobiografía: "No es fácil estar completamente solo en un colegio nuevo y en un país nuevo. Los consejos habituales para hacer nuevos amigos o crear una familia no funcionaban para mí. Lo superé con la absoluta determinación y certeza de que esto no era para siempre. Si todo esto me llevaba a tener una carrera en el mundo del baloncesto, estaba dispuesto a aguantar unos años solitarios y dolorosos".

"En aquellos primeros meses en la universidad pensé muy seriamente en tirarlo todo, dejar Estados Unidos y volver a casa, a Nueva Zelanda, donde estaba más cómodo. Creo que la mitad de lo que sentía entonces era tristeza por no estar en casa y no tenía nada que ver con el baloncesto", terminó confesando el interno, que en la última temporada promedió 13.9 puntos, 9 rebotes y 32.7 minutos.